«Cuántas personas he conocido», solía
preguntarse en los últimos meses Gustavo. Los miles de nombres se convertían en
una cifra, en una multiplicación de números. Hacer ese cálculo era un ejercicio
que lo llenaba de asombro, y la confirmación de que sus 76 años habían sido
entregados a la gente. Lo que no decía al tratar de recordar las historias que
escribió en cada uno de nosotros es que no conoceremos a nadie como él. Nos
trató como si no estuviéramos delante de un gran hombre, al que no le importaba
ninguna jerarquía. Se asomaba a nuestra alma y buscaba las palabras comunes, las
que nos acercaran a la poesía del entendimiento. Tendía un puente de comunicación
directa con su sonrisa: una llovizna, pero si era necesario desbordaba con
elocuencia su voz, torrencial como un río. Su temperamento no le permitía
valorar otro trabajo que no fuera el de la gente que se reinventa: el
conformismo fue para él un signo ominoso. La interrogante con la que nos
sacudía era la vida: conversar con Gustavo era vivir, ahí encontrábamos las razones
espirituales que nos hacían falta, la epifanía que brotaba boyante. Luchar con
amor fue la opción que eligió, la respuesta a quienes lo veían con recelo, a
quienes pretendían desvincular su arte de sus ideas políticas. Regresar a
Tlalpujahua es lo que un cosmopolita como él hace: redescubrir en el lugar de
origen la esencia de nuestras motivaciones. Fue también un acto de libertad:
hace 35 años Gustavo tenía todo para disfrutar de la buena fama que se había
forjado, pero pronto comprendió que se engañaría con un mundo de apariencias,
carente de orden. Rendir pleitesía o exigirla está bien para quien se toma
demasiado en serio el papel de creador. Gustavo prefirió no hacerlo. Apostó por
el cambio. Se arriesgó. Lo había intentado como artista: en la plástica experimentó
sin limitaciones y en la vida pidió que todos cultivaran esa misma libertad. Quizá la
última atadura de la que quiso desprenderse fue su cuerpo. Se sabía inmortal:
como artista su alma queda en cada una de sus creaciones y las palabras que
materializó. Gustavo Bernal no ha muerto: su obra lo mantiene con nosotros y al
mirarla y apreciarla él vuelve a existir. Nuestro agradecimiento también será
eterno.
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1 comentario:
¡Qué bien lo retrataste! Efectivamente, la envoltura corpórea era una atadura.
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