viernes, 20 de agosto de 2021

Siete piezas sujetas de la Consulta Popular

El 4 de agosto pasado, mi amigo Alfonso Macedo Aguilar me inquirió sobre la Consulta Popular y mi participación en una de las ochos mesas receptoras en ElOro, como si el nuestro –los ciudadanos que aceptamos instalarlas– fuera un esfuerzo reprobable. Habían pasado tres días desde su realización y sobre el tema –más extenso de lo que pareciera– he querido ahondar aquí, ya que por teléfono me limité a recordarle que la organización corrió a cargo –con mucha desgana– del INE, quien me nombró funcionario por haber sido secretario de mesa directiva de casilla en las elecciones del 6 de junio pasado. En ese sentido, me sorprendió su desaprobación, porque él en su momento fue representante de partido ante el Consejo General del IEEM, por lo que debería estar convencido –supongo– de que la cultura democrática debe promoverse y practicarse (yo, por lo menos, lo he hecho así desde los 13 años). Pero tal vez no sólo era una cuestión política –común entre los militantes o simpatizantes que en mi pueblo no quieren entender que uno no responde a intereses partidistas, pues no me convence ninguno)– sino también profesional, por lo jurídico, aspecto que la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación había discutido el 1 de octubre de 2020. Habría bastado con releer el comunicado de ese día para comprender los alcances de la Consulta y el sustento legal que la respaldaba. Habría que subrayar estas palabras, para quienes están cerrados a ver más allá de su panfletario eslogan de que la ley no se consulta: «no debe interpretarse –dijeron los ministros– que las autoridades de impartición y procuración de justicia cumplan o dejen de cumplir con sus atribuciones, pues estas son de ejercicio obligatorio; sino que se encamina, de manera más amplia, a consultar a la ciudadanía sobre la posibilidad de emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados, con la finalidad de garantizar la justicia y los derechos de las víctimas». Tan claro como eso.


Y sin embargo, los adversarios del gobierno federal –y habría que decir: del Derecho– se dedicaron a boicotear y a desinformar sobre el ejercicio democrático del 1 de agosto. Como matraqueros, implantaron una distorsionada narrativa para condenar al fracaso el espíritu de la democracia participativa impulsada por el Poder Judicial, que en tiempos del presidencialismo absolvió a los políticos y sus incontables saqueos. Por eso voy a extender mi respuesta: ante la evidente ignorancia de los opositores (cuyos comentarios se han fincado en la ojeriza, el abucheo y la desmemoria, y a quienes les hace falta releer a mentes brillantes como Arnaldo Córdova), abundaré aquí en las ideas que confluyeron en una jornada dominical donde, a pesar de la poquísima promoción de la apática autoridad electoral, la ciudadanía opinó contundentemente a favor de los derechos humanos y la memoria histórica: 6 millones 511 mil 385.

Pero antes de abordar los siete temas sobre los que quisiera reflexionar en torno a la Consulta Popular del 1 de agosto, debo decir que desde 1994 he votado en cada una de las elecciones locales y federales llevadas a cabo: 14 y 10, respectivamente. Como podrá advertirse, la abstención nunca ha sido una opción válida para mí, ya que me parece desfachatado dejar de ejercer un derecho que le costó la vida a tanta gente en el mundo. Despreciar la historia de la lucha del pueblo mexicano también pinta de cuerpo entero a quienes se dicen «demócratas»: no acudir a las urnas es un desperdicio que yo no tolero, por la desvalorización que entraña. Por eso mismo, cuando la sociedad civil organizó las primeras consultas ciudadanas, en 1995 acudí dos veces –con un semestre de por medio– a sufragar a nuestro –por siempre nuestro– Jardín Madero, donde fue ubicada una mesa de votación (en ambas ocasiones, en la contraesquina de Independencia y Altamirano). El 26 de febrero de aquel año, lo hice con mi primo Rodolfo, siendo Emilio Gutiérrez Legorreta el encargado de recibir nuestros votos. En todo el país, alrededor de 600 mil ciudadanos contestamos tres preguntas:

  1. ¿Debe investigarse y en su caso sancionarse a Carlos Salinas de Gortari por su responsabilidad en la crisis económica?
  2. ¿Debe rechazarse el crédito ofrecido por el gobierno de los Estados Unidos?
  3. ¿Debe retomarse la vía del diálogo y la paz y desecharse la vía militar para resolver el conflicto de Chiapas?

Seis meses después, el 27 de agosto, 825 mil mexicanos le respondimos al EZLN las seis preguntas de la papeleta (¿impresa o fotocopiada?) de la Consulta Nacional por la Paz y la Democracia. Aquí, como dato curioso, dio su opinión el doctor Sergio García Ramírez, exprocurador de la república, quien presentó como identificación una credencial del IMSS. A las pocas semanas, el 13 de septiembre, la consulta se extendió a jóvenes de 12 a 17 años: 200 mil probaron eso que llamamos democracia al contestar otras dos preguntas, además de las seis iniciales:

  1. ¿Estás de acuerdo en que las principales demandas del pueblo de México son: tierra, vivienda, trabajo, alimentación, salud, educación, cultura, información, independencia, democracia, libertad, justicia, paz, seguridad, combate a la corrupción y defensa del medio ambiente?
  2. ¿Deben las distintas fuerzas democratizadoras unirse en un amplio frente ciudadano, social y político de oposición, y luchar por esas 16 demandas principales?
  3. ¿Los mexicanos debemos hacer una reforma política profunda que garantice la democracia?
  4. ¿Debe el EZLN convertirse en una fuerza política, independiente y nueva, sin unirse a otras organizaciones políticas?
  5. ¿Debe el EZLN unirse a otras organizaciones y juntos formar una nueva organización política?
  6. ¿Debe garantizarse la presencia y participación equitativa de las mujeres en todos los puestos de representación y responsabilidad en los organismos civiles y en el gobierno?
  7. ¿Estás de acuerdo con luchar para que se garantice educación pública y gratuita en todos los niveles, por que se otorgue presupuesto suficiente, por que se respete la autonomía de los centros de educación superior y por que se respete la libertad de los jóvenes en las escuelas?
  8. ¿Estás de acuerdo con rechazar la iniciativa gubernamental de que la edad penal se establezca desde los 16 años?

Un cuarto de siglo después, la vocación democrática de los neozapatistas sigue siendo irreductible y es un invaluable ejemplo frente a todos esos matraqueros que prefirieron despotricar desde sus asientos antes que emitir su opinión en contra o anular su papeleta en alguna de las mesas receptoras del INE: a unos días de la Consulta Popular, el 25 de julio pasado, el subcomandante Galeano –férreo detractor del lopezobradorismo– llamó a votar a favor y dijo –con una claridad que cualquier opinólogo envidiaría si se atreviera a hablar con honestidad– lo que implicaba la única pregunta: «Trata de los derechos de las víctimas, de su derecho a la justicia y a la verdad». Y de paso le dedicó a la oposición «idiota y cínica» esta certera descripción: «Las repentinas ‘tomas de conciencia’ de los ex gobernantes criminales que, despreciando la memoria, ahora son paladines de la defensa de los derechos humanos, de las comunidades originarias, del medio ambiente, y que critican las políticas económicas gubernamentales después de que se hartaron de robar y despojar. La supuesta ‘oposición’, incapaz de presumir ningún logro, apuesta todo a los errores y disparates del oficialismo –que no son pocos–. Y, claro, apuestan al olvido, a la memoria sepultada por el griterío en las redes sociales, las columnas de opinión y el manejo perverso de la información. Porque las mal llamadas ‘fake news’ no son sólo noticias falsas, son la manipulación de una información».

Me imagino que ya todos vieron las fotos de las filas de electores en los Altos de Chiapas, admirable acto de civismo que hubiéramos deseado en el resto del país, si la animadversión no fuera el característico «fundamento» de quienes se negaron a participar...

Agotado este preámbulo, enumero las concatenaciones:

1. Lo primero que señalaría es el increíble rezago que la democracia mexicana arrastra en el contexto latinoamericano: deshonrosamente, formamos parte de esa minoría de países en que el presidencialismo es intocable cuando comete represión o provoca crisis generalizadas. Durante o después de cada sexenio, los documentados actos de corrupción de los mandatarios son desestimados en términos de justicia, a diferencia de América latina, donde sobran los ejemplos de escándalos mediáticos y enjuiciamientos políticos y judiciales: en Argentina, Jorge Videla, presidente de facto, fue condenado en 1985 y murió en prisión en 2013, y Fernando de la Rúa fue forzado a dimitir en 2001 en medio de las protestas conocidas como el cacerolazo; en Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada renunció y huyó a Estados Unidos, donde fue enjuiciado y condenado en 2018 por la masacre de octubre de 2003, en tanto que su sucesor, Carlos Mesa, no pudo concluir su mandato, obligado a presentar su renuncia en 2005, y Jeanine Áñez, presidente interina en 2019, fue detenida por sedición en marzo de 2021; en Brasil, Fernando Collor de Mello renunció en 1992 y fue sometido a juicio político por corrupción, mientras que el Senado revocó el mandato de Dilma Rousseff en 2016 y su sucesor, Michel Temer, está en arresto domiciliario desde 2019; en Colombia, la Corte Suprema de Justicia impuso la detención domiciliaria al expresidente Álvaro Uribe el 4 de agosto de 2020, por soborno a falsos testigos y obstrucción a la justicia, por lo que también debió renunciar a su curul de senador; en Ecuador, Abdalá Bucaram fue destituido en 1997 por el Congreso (por incapacidad mental para gobernar), al igual que Jamil Mahuad en 2000 y Lucio Gutiérrez en 2005; en Guatemala, Efraín Ríos Montt fue juzgado por genocidio en 2013, Jorge Serrano Elías tuvo que renunciar en 1993 tras un fallido autogolpe de Estado (y su vicepresidente, Gustavo Espina, fue juzgado y declarado culpable por violación a la Constitución y actualmente es señalado de haber lavado 1.5 millones de dólares en 2011), Alfonso Portillo fue extraditado a Estados Unidos y se declaró culpable de peculado en marzo de 2014 y Otto Pérez Molina dimitió en 2015 y está en prisión, acusado de sobornos; en Nicaragua, Arnoldo Alemán fue condenado en 2003 a prisión por lavado de dinero y corrupción; en Panamá, el 21 de julio pasado inició el juicio al expresidente Ricardo Martinelli, por espionaje; en Paraguay, Raúl Cubas en 1999 y Fernando Lugo en 2012, fueron destituidos por el parlamento; en Perú, Alberto Fujimori está preso por violación a los derechos humanos, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski (quien dejó el cargo en 2018) están arrestados por acusaciones de corrupción, y Martín Vizcarra fue removido por el Congreso el 9 de noviembre de 2020; en El Salvador, Francisco Flores murió en 2016 cuando estaba siendo procesado por un caso de malversación de fondos públicos, Elías Antonio Saca fue condenado en 2018 a diez años de prisión por los delitos de peculado y lavado de dinero, además de la devolución de 260 millones de dólares al Estado, Mauricio Funes fue encontrado culpable de enriquecimiento ilícito en 2018 y Salvador Sánchez Cerén fue acusado de corrupción en 2021; y en Venezuela, Carlos Andrés Pérez fue destituido en 1993 y condenado en 1996 por la Corte Suprema de Justicia a dos años y cuatro meses de arresto domiciliario por malversación...

Tras este breve recuento de las últimas cuatro décadas por doce de veinte naciones latinoamericanas (trece, si incluyéramos al expresidente hondureño Rafael Callejas, quien en marzo de 2016 se declaró culpable ante un tribunal de Nueva York por el escándalo conocido como Fifagate), es inevitable preguntarse: ¿hasta cuándo se desenmascarará la ficticia rendición de cuentas con que dicen estar a salvo los exmandatarios del periodo neoliberal? La cancelación de su pensión vitalicia fue apenas un pequeño acto de justicia social frente a los inmerecidos privilegios que el régimen les prodigaba: el derroche no sólo mimaba a la élite y a la prensa, imponía su voluntad en los poderes legislativo y judicial y reforzaba así una red de complicidades que, incluso en nuestra fallida transición democrática, permitió el saqueo de nuestras instituciones y el desmantelamiento del patrimonio nacional en beneficio de adineradas familias y desvergonzados secretarios de Estado cuyos bolsillos prosperaron junto con los de las empresas extranjeras, durante y después de su servicio público (a todas luces privado). En efecto: ascender al poder político sólo tenía sentido para ellos si se amasaba un poder económico que fuera invulnerable al Poder Judicial. Y entonces la supuesta transparencia sólo sirve para exhibir el cinismo de sus estafas: los prestanombres, las empresas fantasma, los sobrecostos y las autoasignaciones de obras son la forma de repartir el presupuesto «etiquetado» y cumplir con lo meramente legal. El enriquecimiento ilícito es uno de los crímenes sin castigo del corrupto régimen derrotado en las urnas el 1 de julio de 2018. ¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo esa impunidad?

2. ¿En serio no podrían ser enjuiciados los políticos mexicanos? Desde aquella noche sesentaiochera en Tlatelolco hasta la de Iguala en 2014, los gobernantes han obstruido la procuración de justicia para perpetuar el fuero de las élites. Haciendo caso omiso, urdiendo chivos expiatorios o sobornando jueces –entre otros oprobios, donde la imparcialidad era nula–, el sistema político pudrió a las fiscalías, a la policía, al ejército, al poder judicial y a cualquier órgano de fiscalización que atentara contra la inmunidad de sus secuaces. Las irregularidades y los excesos eran silenciados con la destrucción de pruebas (o el conveniente robo de 150 toneladas de archivos en la época del calderonismo), el sobreseimiento, el descaro, las amenazas veladas o directas e incluso el secuestro, la desaparición o el asesinato. Esto se vivió en México, tal como en el resto de Latinoamérica, donde las dictaduras militares legitimaron la tortura y el terror con la bendición de la Iglesia católica y de la opresión estadunidense. En 1990, Mario Vargas Llosa –ahora derechista español, al igual que Enrique Krauze– dijo que México era la dictadura perfecta: una «dictadura camuflada de tal modo que puede parecer no ser una dictadura». Y era cierto, y es una historia que no podemos ignorar ni olvidar, pues bajo ese régimen hubo graves violaciones a los derechos humanos y arbitrariedades que no han sido sancionadas.

Y si bien en 1988 el cardenismo reavivó la democratización y la pluralidad que desde entonces –en mayor o menor medida– tenemos, en diciembre de ese mismo año el salinismo y la cúpula panista pactaron una cohabitación que, aunado al poder económico y los medios masivos, impidió una auténtica alternancia en 2006. ¿Qué significaron esas tres décadas de neoliberalismo? Demagogia, desigualdad, injusticia. Y el reverso a ello fue una simulación que ya era practicada por los políticos instalados en el poder desde 1940, un remedo de Estado de Derecho donde reinan las autoexoneraciones, siempre por encima de cualquier auditoría, siempre y cuando los cómplices formen parte del mismo círculo, que desde luego se ha extendido al poder legislativo, tanto el federal como en los estados: tesoro de vividores; en tanto que en el judicial, la reforma de 1994 no logró instaurar una genuina autonomía: como declaró el lunes 9 de agosto Arturo Zaldívar, ministro presidente de la SCJN, en ese poder todavía hay tres redes de corrupción: la de grupos políticos, la de afamados despachos y la de un nepotismo que se niega a vivir fuera del presupuesto.

La Consulta Popular del 1 de agosto tenía todo eso en su contra. Sigo sin creer que haya sido un descalabro. Pero esa noche durmieron tranquilos los que verdaderamente son una delincuencia organizada: Carlos Salinas, quien se robó entera la partida secreta, indujo al asesinato de militantes y simpatizantes perredistas, privatizó a cuanta empresa paraestatal pudo (incluida la banca mexicana) y otorgó generosas concesiones a las mineras nacionales y extranjeras; Ernesto Zedillo, feliz socio de Kansas City Southern, consejero de Alcoa, British Petroleum, Chubb, Citigroup, Electronic Data Systems, Prisa, Procter and Gamble, Rolls-Royce y Union Pacific y asesor de Credit Suisse Research Institute, quien endeudó al país con el Fobaproa; Vicente Fox Quesada, traidor a la democracia (los Acuerdos de San Andrés, por ejemplo), tan corrupto y manirroto como nepotista y fanfarrón; Felipe Calderón Hinojosa, el espurio, artífice del narcoestado junto con los ahora presos Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino; y Enrique Peña Nieto, responsable de la represión en Atenco en 2006 y encubridor de las masacres de Tlatlaya e Iguala en 2014, y quizás el único de ellos que vio tambalear su gobierno, en su segundo año, con las protestas que siguieron tras la desaparición de 43 normalistas, en las que también hubo violencia policial (en coordinación con Miguel Ángel Mancera), como bien recordará Luis Carlos Pichardo Moreno, quien fue uno de los injustamente detenidos.

3. Fox siempre mira la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio: en el asunto de las urnas, la viga en su sexenio fue la elección intermedia de 2003, la de menos participación ciudadana hasta la fecha, 41.3 por ciento, que habla, por una parte, del desencanto que él causó al refrendar su pacto con el PRI (de manera velada al principio, descarada después, con el apoyo a la candidatura presidencial de Peña), y por la otra, del rotundo revés al panismo: no solamente perdió a su aliado, el PVEM, sino que cayó de 223 diputados federales a 151, mientras que el PRI subió de 211 a 224 y el PRD de 66 a 97.

Dentro de esa farsa que fue el gobierno de Fox, se encuentra la frustrada Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), creada el 4 de enero de 2002 y extinguida formalmente el 26 de marzo de 2007. Al frente de ella estaba Ignacio Carrillo Prieto, quien el 17 de noviembre de 2006 entregó al procurador Daniel Cabeza de Vaca un informe histórico que al día siguiente fue publicado en la página electrónica de la PGR. Ni verdad ni justicia ni reparación hubo en torno a los crímenes cometidos por el aparato represor del Estado en las décadas de 1960 y 1970, de los que estaban enterados los presidentes Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo, infames por antonomasia.

El compromiso de investigar las atrocidades del viejo régimen y penarlas fue una más de las promesas de campaña que Fox incumplió, particularmente a esa izquierda que en el 2000 se avocó a convencer al electorado de la utilidad de votar por el candidato de la derecha para supuestamente derrocar al sistema político. Cuánto engaño: en dar su palabra, en fingir su respaldo, en optar por una fiscalía en lugar de una comisión de la verdad (como las que se establecieron en Sudáfrica, Guatemala, Chile, Argentina, El Salvador). La retórica foxista terminó por mostrar su verdadero rostro: el del estatismo y el desistimiento.

Tuvo que pasar más de una década para que el Estado mexicano tuviera vergüenza, reconociera su responsabilidad y ofreciera disculpas públicas a quienes fueron violentados. Tal acción de trascendencia histórica no la llevó a cabo ningún gobierno emanado del PRI o el PAN: tal gesto sólo podía provenir de un gobierno democrático. A partir del 10 de enero de 2019, han sido formalizadas con solemnidad en diez ocasiones: a Lydia Cacho, por su detención arbitraria y tortura; a las víctimas de la guerra sucia en Guerrero; a Martha Camacho Loaiza, sobreviviente de la Liga 23 de Septiembre; a Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, asesinados por el Ejército; a los masacrados en Acteal, Chiapas, en 1997, y en Allende, Coahuila, en 2011; a los desaparecidos en Iguala, en 2014; al pueblo maya, por los agravios a lo largo de la historia; a la comunidad inmigrante china, por la matanza en Torreón, en 1911; y a quienes fueron reprimidos en el halconazo del 10 de junio de 1971.

4. En el lapso de quince años, otras consultas fueron realizadas entre 1998 y 2013: por ejemplo, sobre el Fobaproa, el reconocimiento de los derechos de los pueblos indios y las reformas energética y fiscal, por mencionar algunas alentadas por organizaciones izquierdistas. Al año siguiente, el 14 de marzo de 2014, entró en vigor la Ley de Consulta Popular, pero en el último trienio, consultas tan mediáticas como la de octubre de 2018, sobre el aeropuerto internacional, con 69 por ciento a favor del proyecto en Santa Lucía, o la de marzo de 2020, con 76 por ciento contra el asentamiento de la cervecera Constellation Brands en Mexicali, Baja California, no se realizaron conforme a esa Ley: la del 1 de agosto fue la primera consulta popular organizada por las instituciones electores, un escenario nuevo en el que los «defensores» de la democracia –opuestos a cualquiera acto que suponga «legitimación»– llamaron a no votar, una evidente contradicción, compartida entre otros por el politólogo José Merino.

Si tales «defensores» hubieran acudido a las urnas, habrían tenido oportunidad de leer la descripción al reverso de la papeleta: «Esta consulta tiene como objetivo conocer tu opinión acerca de si se deben esclarecer o aclarar hechos de importancia histórica y política ocurridos en México, con la finalidad de que las autoridades competentes, en su caso, determinen cómo actuar y los mecanismos a implementar respecto a las y los posibles responsables y víctimas». ¿Tal propósito merecía ser desdeñado o ridiculizado? ¿En qué país vivimos? En uno en que pareciera que la defensa de la dictadura perfecta es más importante que sus víctimas.

Cerca de 94 millones de electores son los que están empadronados. Para llevar a cabo la Consulta Popular fue necesario recabar más de dos por ciento de firmas plenamente identificadas con la credencial para votar. En las dos primeras semanas de septiembre de 2020, se logró rebasar ese porcentaje mínimo al sumar 2,116,837 firmas. El 1 de agosto de 2021 –sin casillas especiales, lo que sin duda habría aumentado la participación– esa cifra fue multiplicada por tres: 6,663,208 ciudadanos ejercieron su derecho a opinar, lo que representa 7.11 por ciento del electorado, es decir, prácticamente el de los votos sumados por Movimiento Ciudadano, Encuentro Solidario, Fuerza por México y Redes Sociales Progresistas (6,8 millones, el 6 de junio pasado). Y ni qué decir de los 263 mil afiliados de México Libre: 28 veces más con respecto al malogrado intento electoral de los Calderón-Zavala. (Otras comparaciones son maliciosamente erróneas: como en las elecciones federales hubo dos grandes coaliciones, es inválido decir que esos más de seis y medio millones son un número superior a, por ejemplo, la votación del PAN, porque el partido de la derecha formó parte de una de ellas, y cada una obtuvo más de 12 millones, lo que significó 26.11 para el oficialismo y 25.75 para el bloque opositor, sin contar los que se consiguieron por separado: es, pues, un referente mal empleado.)

El 6 de junio votaron más de 48 millones de mexicanos; para que el resultado de la Consulta Popular fuera obligatorio tendrían que haber participado más de 37 millones. Al final fueron seis veces menos.

En cuanto a El Oro, aquí fueron 1,829 ciudadanos quienes opinaron que sí (98.33 por ciento), 24 que no (1.29) y 7 papeletas fueron anuladas (0.37). ¿Fue inútil nuestro esfuerzo? ¿No se emprenderá ninguna acción que rompa con la impunidad? Una noticia reciente sugiere que se tomará en cuenta el clamor de 6,511,285 mexicanos: la puesta en marcha del Plan Presidencial para la Verdad, la Memoria y el Impulso a la Justicia, con Félix Santana Ángeles como encargado. Ojalá con ello estemos a la par de otros Estados latinoamericanos en términos de democracia plena.

5. En diciembre de 1992, nueve integrantes de la II Asamblea de Representantes (Demetrio Sodi y Alejandro Rojas Díaz Durán, del PRI; Amalia García y Pablo Gómez, del PRD; Pablo Jaime Jiménez Barranco y Patricia Garduño, del PAN; Óscar Mauro Ramírez Ayala, del PARM, y Domingo Suárez Nimo y Juana García Palomares, del PFCRN) convocaron y promovieron un plebiscito ciudadano para la reforma política del entonces Distrito Federal, organizado con el apoyo –un mes después– de un consejo ciudadano (coordinado por Federico Reyes Heroles) y desautorizado en su momento por Salinas, Camacho y Ebrard. Bajo el lema «Plebiscito, primavera y democracia», el 21 de marzo de 1993, 330 mil capitalinos acudieron al llamado de las urnas y respondieron tres preguntas:

  1. ¿Está de acuerdo en que los gobernantes del Distrito Federal sean elegidos mediante el voto directo y secreto de los ciudadanos?
  2. ¿Está de acuerdo en que el Distrito Federal cuente con un poder legislativo propio?
  3. ¿Está de acuerdo en que el Distrito Federal se convierta en un estado de la federación?

Con algunos décimos de diferencia, 84 por ciento contestó afirmativamente las dos primeras preguntas y 66 por ciento a favor de la creación del estado 32. La participación aquel día de primavera fue similar a la del domingo 1 de agosto: 6.8 por ciento del padrón electoral. ¿Fue inútil el esfuerzo? No: el 25 octubre de ese mismo año, en el Diario Oficial de la Federación se publicó un decreto de reforma a 12 artículos de la Constitución federal, con lo que iniciaría una reforma electoral que permitiría que la III Asamblea del Distrito Federal se convirtiera en legislativa y que en 1997 se eligiera al primer jefe de gobierno.

Luego tuvieron que pasar casi 23 años para que el 29 de enero de 2016 se creara el estado denominado Ciudad de México y un año después, el 17 de septiembre de 2017, entrara en vigor su Constitución Política (muy a pesar de que, en la asamblea constituyente, Morena estuvo subrepresentado por decisión de Peña y Mancera, quienes sobrerrepresentaron al PRI y al PAN desvergonzadamente). Más temprano que tarde, la Consulta Popular del 1 de agosto también será tomada en cuenta.

6. ¿En qué país vivimos? En uno atrasado: al ejemplo de los países latinoamericanos donde se ha demostrado que no hay intocables, sumemos un caso donde los archivos históricos son de libre acceso: el de la Policía Nacional de Guatemala, desde 2005, a diferencia de nuestro AGN, donde la consulta de los expedientes de la Dirección Federal de Seguridad ha estado restringida (y aunque el 28 de febrero de 2019 se emitió un Acuerdo Presidencial para «la transferencia de documentos históricos que se encuentren relacionados con violaciones de derechos humanos y persecuciones políticas vinculadas con movimientos políticos y sociales, así como con actos de corrupción en posesión de las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal», esa buena señal sigue en espera de ser cumplida), y dos más donde el pacto político ha resuelto pulverizar los residuos de un pasado vergonzoso: en este 2021, en Chile, el 4 de julio inició la Convención Constitucional, que habrá de discutir una nueva carta magna, mientras que en España, el 20 de julio, se presentó una iniciativa de Ley de Memoria Democrática, cuyo propósito es resarcir el daño causado por la dictadura franquista.

7. ¿Qué quieren los opositores del nuevo régimen? Un cartón de Helioflores retrata la esquizofrenia que padecen: acusan al presidente de dictador y al mismo tiempo están en contra de su revocación de mandato. ¿Quién los entiende? La simulación sigue siendo la práctica más socorrida del antiguo régimen.


En marzo próximo, desde luego participaré en la consulta popular. Creo que el presidente ha sido mejor mandatario que sus antecesores, de De la Madrid a Peña, que son los que padecí. Sin embargo, no ha sido el jefe de Estado que debería ser: pretende ser un experto en economía, lo mismo en energía que en comunicaciones y transportes, se cree dueño del presupuesto público y cómo debe ejercerse, exige un gabinete de incondicionales (tal como lo fueron los del pasado, en lugar de tomar como ejemplo los hombres de la Reforma) y descalifica la postura de gente tan comprometida como Jaime Cárdenas, Armando Bartra, Julio Boltvinik o Gerardo Esquivel, por aludir a unos cuantos de ellos. «El disenso –ha dicho el subgobernador del Banxico– no siempre es confrontación».

A López Obrador le ha faltado cumplir la máxima del neozapatismo: mandar obedeciendo. Eso –creo– definirá la decisión en la primavera de la democracia mexicana.

sábado, 22 de febrero de 2020

Siete recorridos alrededor de una casa de papel

I. Aquí mismo, o mejor dicho: acá, en el museo de los Rayón, en julio de 2017, conversé con Dominique acerca de un proyecto editorial sobre la historia, la cultura y la región de El Oro y Tlalpujahua que he venido fraguando desde junio de 2016 y que, desde entonces, no he conseguido financiar. Aquel mediodía, en medio de una exposición, me contó de un libro suyo inédito, Oros y sombras, el cual me dio a leer dos meses después, y que en unas horas de septiembre leí deslumbrado por la riqueza narrativa y su musicalidad. Con la epifanía de la última página, le escribí a nuestro amigo y —con el acuerdo de que sería su editor— le compartí tanto mi entusiasmo por su obra como lo inoportuno que era leer las citas que interrumpían el texto, citas completamente innecesarias cuando basta una sola voz para enamorarse como lo hizo el autor, quien poetiza a Tlalpujahua «preñada de los metales más preciados». La combinación —me parece, todavía— funcionaría mejor si se tratara del guión de un documental. Pero no me adelantaré; por ahora sólo recordaré que en cada una de las 80 hojas engargoladas aparecía en el margen inferior el año de su registro: 2015, es decir, como Tlalpujahua misma, el texto permanecía detenido en el tiempo; incluso hasta hoy: se publicó prácticamente la versión que leí, a pesar de mi mensaje y un par de pláticas. Volver a ese primer encuentro tiene que ver, sí, con que el tiempo es circular y, en sincronía con la casa de los Rayón, con estar también frente a un museo de papel donde el narrador o ensayista es, principalmente, un curador: por aquellos meses, mi guía de viajeros de El Oro hibernaba entre una fraudulenta elección y un nuevo sexenio en el estado de México, y justo a principios de septiembre fue retomada para, por fin, ser impresa. Tres meses duró este penúltimo proceso, que aproveché para revisarla, corregirla y ampliarla, al tiempo que conservé la premeditada perspectiva de no abarcar solamente la cabecera (recorrida a pie, por cierto, como debe conocerse) e incluir lo más relevante del municipio de El Oro, así como Dominique Dufétel y Rocío Piñón hicieron cuatro años atrás en su Guía del patrimonio cultural de Tlalpujahua. Visto de esta manera, Oros y sombras es, con la guía del 2013 como referente, una curaduría a la vez reducida —porque limita lo que podría exhibirse— y extensa —porque se detiene ahí donde Dominique observa la cotidianeidad y la enlaza con el pasado.

II. El largo peregrinaje del segundo libro de Dominique (de cinco años, desde que lo concluyó; de casi diez, desde que comenzó a escribirlo) no hallaría el modo de salir a la luz sino hasta diciembre de 2018, cuando el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes dio a conocer los resultados de la trigésima cuarta emisión del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales. Con Miguel Ángel de la Calleja (director general de la editorial Parentalia) y las escritoras Kenia Cano y Fernanda Melchor como comisionados de Letras, Oros y sombras: cuadernos de Tlalpujahua obtuvo —merecidamente, sobra decir— uno de los doce financiamientos en esa disciplina, inscrito en la especialidad de ensayo. No se entiende, pues, la materialización —más que producción— de este libro sin el patrocinio federal, como tampoco hay que perder de vista la estrecha relación que guarda con la Guía del patrimonio cultural de Tlalpujahua: de monumentos, saberes y tradiciones, igualmente impresa por Art Graffitti. En efecto: en este segundo ensayo los lectores experimentarán un déjà lu al ojear párrafos canibalizados como los de la imagen de la virgen del Carmen, martes de carnaval y el palo volador de San Pedro, canibalización válida si se le acompañara con una nota editorial. Aunque el papel carbón ya está en desuso, la práctica de calcar perdura y nos lleva a preguntarnos cómo surgieron ambas reflexiones en el tiempo —como Dominique mismo se cuestionaría si se tratara de un díptico ajeno— e intentaríamos eslabonar la última parte de la guía (numerada con el veinte y titulada «El vidrio soplado y otras artes») con la buena sombra de quien hace de la palabra impresa una orfebrería. Y lo haremos enseguida.

III. La literatura tiene un rastro indeleble —una marca de agua— y cuando Pascale Casanova afirma, tajante, que Francia posee el poder literario desde mediados del siglo XVI, uno no puede sino creerlo al leer a Dominique Dufétel, quien forma parte de esa tradición. Su nombre converge con el de otros escritores franceses que como él han explorado nuestra región; me acuerdo, por ejemplo, de Jacques Soustelle (especialmente el capítulo «Tierras altas», en Los cuatro soles; México, tierra india, libro traducido por Rodolfo Usigli, y La familia otomí-pame del México central) y de William Luret, quien se la imaginó en El conquistador del Somera. Su nombre, además, se encuentra entre los de los ensayistas de la revista Artes de México y como el traductor en tres libros: El banquete de las banquetas, de Bruno Newman (2008); El mar, de Jules Michelet (1999), y A solas con los atletas, de Paul Fournel (2006). El cuarto, al igual que estos dos últimos, recibió un estímulo económico (en 1996 y 2003, respectivamente) del Programa de fomento a la traducción literaria, en 2005; pero El viaje estético: nueve miradas sobre el arte del México antiguo —título de la compilación— no fue publicado sino hasta 2018 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, un libro de ensayos donde me hubiera gustado leer al explorador francés Maurice de Perigny. Ensayista y traductor literario, Dominique ha sido también guionista de series documentales, y quizá de ahí provenga el estilo de una voz narradora intercalada con citas textuales a manera de autorizados testimonios. En este mismo tenor —el de la sospecha—, creo que Dominique es devoto de Chicomecóatl, la diosa Siete Serpiente coronada con una coraza de papel: diosa de la subsistencia, del maíz y, por ende, de la fertilidad: de ella recibe esa fertilidad literaria con que bien podría responder la interrogante de Alberto Blanco sin necesidad de entintar su pluma de quetzal: «qué quiere decir ser un ser humano...», se pregunta el poeta, y miramos a Dominique en un paseo por «las largas playas del tiempo». Reflexionar: eso es lo que nos hace humanos.

IV. Desde el título, Dominique hace evidente la dicotomía de Tlalpujahua, «lugar de choque entre dos historias y dos geografías», lo mismo en las torres de la capilla del Señor del Monte (una de piedra gris y la otra de ladrillo rojo) que las sirenas y los mascarones en la parroquia: mutiladas las primeras y enseñoreados los felinos. Bajo este contraste, Dominique habla del mundo enigmático que descubrió en 1983, una impresión similar a la que tuve —por aquella misma época— al ver las ruinas industriales desde la carretera de El Oro a Tlalpujahua y ese letrero hoy desaparecido que nombraba al lugar: Los Balcones. Ya en el Mineral de Rayón (como debería llamarse desde mayo de 1859), el apellido del héroe legítimo resonaba en las calles empedradas, una repercusión desde donde es ineludible pensar en el campo del Gallo (en Ramón Rayón, sobre todo, preferiría nuestro autor, y con él en los siete baluartes con que lo fortificó) y, con un matiz lúdico más que lúcido, en los siete baluartes —en el sentido de amparo— que encierran la esencia, la naturaleza de Tlalpujahua: su geografía, la minería, el fervor religioso, la arquitectura y el arte, los rayonistas, los mazahuas y el imaginario colectivo. A medio camino en estos siete recorridos, solamente haré algunos comentarios, entre ellos el de agradecer al escritor que su crónica se alejara de los lugares comunes, como ese de nombrar a Tlalpujahua «el pueblo que se negó a morir», coreado con tan poca imaginación en reseñas pseudoturísticas, que sonaría a plagio si se enteraran que Angangueo (Michoacán) y El Boleo (Santa Rosalía, Baja California Sur) portan, desde hace tiempo, ese singular renombre; o aquel otro que habla de una iglesia hundida —la destruida capilla del Carmen—, cuando las fotografías de la catástrofe y la torre de cantera roja en pie demuestran que la construcción no fue sepultada por los jales, sino desmembrada casi por completo por la gente, que sólo dejó los cimientos y, por supuesto, la torre; o aquello de suponer que el 13 noviembre se conmemora una gran batalla y no, como en realidad pasó, un acto heroico, sin derramamiento de sangre: el del banquete rendido por los Rayón al pueblo que los respaldó en la revolución de Independencia. Caben aquí también cinco posibles y mínimas reescrituras: para empezar, el camino descrito en 1841 por la escocesa Frances Erskine Inglis (mejor conocida como la marquesa Calderón de la Barca) es del todo distinto a la carretera por la que se transita y se serpentea desde mediados del siglo XX: hay, pues, una sensible divergencia. En cuanto al belga-francés F. J. Fournier —iniciador y director de Las Dos Estrellas, como reza la placa en la bocamina—, llegó primero a El Oro en 1896, contratado como superintendente; y a propósito del cuestionamiento de Dominique de que no hay un monumento erigido a los muertos en las minas, en nuestra ciudad sí existe un memorial al minero desconocido, exactamente en la salida a Tlalpujahua, si bien la escultura metálica de Fernando Cano debería estar en el museo de minería de El Oro y no en esa glorieta. Sobre el santuario de Tlalpujahuilla, habrá que aclarar un par de discrepancias, pues según Pedro Hernández Pérez, en su Historia del santuario de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos en San Juan Tlalpujahuilla, su construcción fue a partir de 1936, con la llegada de José de Jesús del Valle Angulo y Navarro, y no en 1939, y habría sido terminado en 1946, con la bendición del señor del Valle cuando ya era obispo de Tabasco (ciudad donde estuvo desde 1943 y hasta su muerte en 1966) y no luego de dos decenios, como se consigna. Sobre el traslado, en 1937, de la pared de adobe donde, en el siglo XVIII, fue pintada una virgen del Carmen conforme a la iconografía de la virgen de las Cuevas, me pregunto si a Dominique no le relataron la negativa de la virgen a ocupar el templo de san Pedro y san Pablo, un ascenso detenido hasta que le fue prometido que la iglesia sería consagrada a ella. Y de la reivindicación de los mazahuas como el pueblo originario de Tlalpujahua (curiosamente, otro extranjero, el etnomusicólogo danés Max Jardow-Pedersen, subrayó en 2006, en su libro Música en la tierra mazahua, esa presencia comúnmente borrada), agreguemos que en el bastón de mando de Mazacoaltecuhtli figuraba una serpiente-venado, o sea, una sierpe y no un ciervo es con lo que deberíamos identificarlos; y así, en consonancia con esa resignificación, comprenderíamos que el señor del Viento (K’ijmi Ngomü, en mazahua) es el intercesor ante las colas de agua (serpientes de cascabel en forma de nubes), y que por eso en lo alto de los cerros —lugares sagrados de por sí— hay cruces donde antes había oratorios dedicados a él. Bajo este paisaje, bien dice Dominique: «Mientras haya pobreza, habrá tradiciones: triste contradicción».

V. ¿X o Y? Tlalpujahua —«maestra y señora de la montaña», diría Gustavo Bernal— es un pueblo virreinal de mediados del siglo XVI. Un pueblo español, no duda en decir Dominique Dufétel, y tiene razón: como el nombre de Méjico (Meshico, originalmente, palabra grave y no esdrújula), la jota delata la llegada del castellano a esta tierra nuestra. Tierra porosa, se insiste en decir al interpretar el topónimo de Tlalpujahua, y su significado se deshace, se pulveriza. Innegablemente, el nombre del lugar se corrompió al castellanizarse y sabiendo esto sólo podemos especular de dónde podría proceder. En este libro, Dominique sugiere que sea Tlalpuxaquatl, tierra del ave nocturna, pero si bien puxacuatl literalmente es ave nocherniega (inclusive ave de mal agüero), en sentido figurado alude a un tonto o un dormilón, con lo cual asumiremos cierta reserva. Desde hace algunos años, he estudiado este asunto y después de ensayar varias posibles respuestas he concluido que dos son las alternativas (descartando de plano la de tierra esponjosa o fofa, pues en nuestro distrito minero la porosidad no es precisamente la propiedad distintiva de nuestros minerales). La solución estriba en la característica primordial del territorio; y en este caso en particular, si el sonido era sha o ya. En 1897 y 1932, y parece que ha pasado desapercibido, Antonio Peñafiel (en Nomenclatura geográfica de México) y Fortino Ibarra de Anda (en Geonimia indígena mexicana) dijeron que significa: «lugar de carbón de tierra» y «lugar donde hay carbón de piedra», respectivamente; de tlalli, tierra, y poxahuac, carbón de tierra o carbón de piedra. Faltaría analizar si el carbón mineral es lo que define a Tlalpujahua. La segunda opción la expreso en este momento: que la ja de Tlalpujahua se pronunciaba ya (y no sha, como la anterior): Tlal-poyahua-c, «donde colorea la tierra», si es que en esta tierra hay tantos matices como la piel morena. Otros dos lugares, cuyos nombres no se explican, son: Puxtla, quizás el barrio más antiguo de Tlalpujahua, es también un topónimo corrompido, y significaría «donde abunda la neblina»; y el emblemático cerro de Somera, El Trasplantado para los antiguos mazahuas, fue rebautizado con el apellido de la familia Fernández de la Somera, una de las principales de Tlalpujahua en el siglo XVIII, de donde desciende Manuel Zomera y Piña, gobernador del estado de México en 1863 y 1871.

VI. Antes que la dicotomía en el título, me llamó la atención que la primera palabra aludiera al nombre del municipio vecino para hablar de Tlalpujahua. Como bien escribe Dominique, la palabra latina aurum quiere decir «brillante amanecer»; por su altura y su ubicación más al poniente, ese suceso corresponde a la ciudad de El Oro; incluso, dentro del municipio, hay un pueblo nombrado Ndót’e-jyare, «Donde primeramente da el sol». Y así como Dominique reivindicó a los mazahuas de Tlalpujahua, habría que darle un lugar sobresaliente a la plata, por encima del oro, pues acá la mayor producción de mineral fue la del «oro blanco», iztacteocuitlatl en náhuatl: en 1911, por ejemplo, en la cúspide de la minería regional, Las Dos Estrellas obtuvo, en números redondos, 6 toneladas de oro y 60 toneladas de plata, una notoria proporción que no debería soslayarse. De hecho, debido a este mineral Tlalpujahua surgió como real minero: según un documento de 1789, sus minas fueron descubiertas [en el siglo XVI] por unos pastores de la hacienda de Tepetongo, los cuales «habiendo prendido fuego una noche en el cerro nombrado del Gallo, para protegerse del frío, a la mañana siguiente despertaron y hallaron plata derretida». Circunscrita dentro de la conocida Provincia de la Plata (una franja novohispana que venía desde Taxco y atravesaba Zacualpan, Tlatlaya, Amatepec, Sultepec, Temascaltepec y Espíritu Santo), Tlalpujahua cosechaba una alta ley en sus metales argentíferos, lo que atrajo a mineros como el francés José de la Borda, en la década de 1740 (sobre este personaje, por cierto, Jacques Paire escribió una novela histórica titulada Senderos de plata), un furor exótico para nuestras culturas originarias, que —como bien sabe Dominique— le atribuían un valor superior a minerales como el jade y la obsidiana: basta acudir a la traducción de teocuítlatl, oro en náhuatl, para apreciar en la metáfora su desestimación: excrecencia o residuo divino. Finalmente, cabe acá una apostilla sobre cuál sería el (improbable) símbolo de la metalurgia en el México antiguo, una figura buscada por Dominique en «El oro y el fuego»: el más próximo es Xiuhtecuhtli, quien está ligado tanto al fuego como a una piedra preciosa, la turquesa (xíhuitl). «La turquesa y el fuego», podría haber escrito Dominique, rodeado de mariposas de obsidiana (mejor aun: de plata encantada), convertido ya en iztacteocuitlaua, el orfebre de plata, el platero de oro, el orífice de plata; el artífice «en busca del platino» (Blanco dixit) y cuyo trabajo es limpio y reluciente.

VII. Sin la plata, por cierto, no existiría el álbum fotográfico anexo, una veintena de instantáneas que, inexplicablemente, carecen de pies de foto. El tiempo, como se dijo al inicio, es circular, y con esta idea volvemos dos años y medio atrás, cuando habría querido ser el editor de Oros y sombras: quien preparara la obra, antes que ser su impresor, como diferenciaría Tomás Granados Salinas a propósito de Michael Bhaskar y su máquina de contenido. No fue así, pero como lectores podríamos probar una lectura distinta a la presentada por el autor: siguiendo al escritor francés Daniel Pennac, para quien hay diez derechos imprescriptibles del lector, aconsejo no que sean saltadas las páginas —como él formula— sino omitir la lectura de los párrafos en cursivas (epígrafes y citas, algunas anónimas) para que la fluidez sea sostenida. Si hubiera sido el editor, habría suprimido las diez notas al final del libro y las hubiera incorporado al texto (con unos simples paréntesis encajarían perfectamente) y sólo un par de ellas —las extensas— las conservaría como notas a pie de página, tal como esa acotación en el poema inédito, para guardar uniformidad; y, por último, me imagino que le habría solicitado a Dominique lo mismo que le pedí a Gustavo cuando me encargó la edición de sus Notas y apuntes para la historia de la mina Las Dos Estrellas en 2012: que escribiera más, y que en lugar de nueve capítulos (el número de regiones del inframundo, es decir, las sombras), los ampliara al dorado trece —como los cielos en la mitología nahua— y que en ellos hablara de San Francisco de los Reyes, la hacienda de Estanzuela o Tlacotepec, del comercio y la gastronomía, o de los canteros y —como lo hizo con el viejo buscador de oro— los personajes del arte popular, como Saulo Moreno, quienes también reproducen oros y sombras. De cualquier modo, sea editor o lector, hay mucho que agradecerle a Dominique y su tiempo dedicado al descubrimiento íntimo, las bonanzas, las borrascas y el redescubrimiento de Tlalpujahua, ahí en el reino de los sueños donde la generosa voz de Dufétel nos guiará con bienandanza; o como uno de los antiguos códices de San Pedro Tarimangacho de la Estaca: con una sensación de pureza.

Los lectores