Crema batida y otras delicias es el título en español del álbum de Herb Alpert
lanzado en abril de 1965, popularizado tan rápidamente que muy pronto conquistó
los oídos del público mexicano, lo que obligó a nuestros jazzistas a incluir en
su repertorio la interpretación de A
taste of honey al estilo de Tijuana Brass, canción original de Bobby Scott
y Ric Marlow traducida como Gotas de miel
en un disco del Conjunto de Jazz del pianista Guillermo Gil García, grabado en
vivo en el Teatro Ocampo quizás ese mismo año (1966 sería el del movimiento
estudiantil de Morelia), el primer EP
de una banda michoacana de jazz (en México, el primer LP data de 1954), si bien este extended
play (en el que participaron los hermanos José y Roberto Herrera en sax y
bajo y Mario Galván en la batería) nunca estuvo a la venta. Con apenas cuatro
canciones, este disco es un hito por sí mismo, sobre todo porque contiene una
composición propia, La araña tejedora,
un blues llamado también Tema 3/8, atribuido
al saxofonista José Herrera y al director del cuarteto, Guillermo Gil, pianista
autodidacta que nació en el estado de México en 1910 y perfeccionó sus
conocimientos musicales en el Conservatorio de las Rosas.
Gil
es –con un mérito indiscutible– el protagonista de prácticamente el primer
medio siglo del jazz michoacano, que podría fecharse en 1930, por la fotografía
de un sexteto en la Casa de Cristal de Morelia, si no existiera un documento
anterior, conservado por su nieta, Blanca Sánchez Gil, quien es compositora
católica: la foto de los Jazzers Boys en Tepuxtepec, municipio de Contepec,
vecino por igual de Tlalpujahua y El Oro, y en donde el mismo Gil aparece tras
un rudimentario vibráfono. Este último hecho será el primero de una larga carrera
que tuvo su culminación en 1975 (uno de sus últimos conciertos fue en la sala
«Silvestre Revueltas» de la Escuela Popular de Bellas Artes, el viernes 16 de
mayo de ese año); cuatro décadas antes, a mediados de los treinta, Gil llegó a
Morelia procedente de Acámbaro, Guanajuato, y hacia 1937 conoció, en la Escuela
Técnica Industrial «Josefa Ortiz de Domínguez», al clarinetista Salvador
Próspero, cinco años menor que él, músico y etnomusicólogo originario de
Tingambato. Alrededor de 1939, ambos fundaron una orquesta de baile: Los
Cachorros del Ritmo, una big-band que
tendría una vida de más de tres lustros y de la que surgirían bateristas de
jazz tan notables como Leo Acosta y Richard Lemus, nacidos en 1925 y 1934 en
Huetamo y Tarímbaro, respectivamente (el primero moriría en 2007). Luego de
dirigir a la Orquesta de Salvador Próspero en su etapa final, Gil ensambló, en
1956, el que es recordado como el primer Conjunto de Jazz de Morelia, un
cuarteto conformado inicialmente por José Manuel Villafuerte en la batería, José
Herrera en el bajo, Miguel Tovar en el saxofón y, por supuesto, Gil en el piano,
quienes tocaron en el piano-bar Los Canarios hasta 1965, al año siguiente en La
Pérgola del Hotel Alameda y, en la primera mitad de la década de los setenta,
en el bar Normandie.
La ruta del jazz (agregaría: michoacano), de Héctor
Peña Munguía, es el primer proyecto editorial del Jazztival, publicado en noviembre
de 2019 por Aída Alanís, con prólogo de Gaspar Aguilera Díaz e ilustración en
la cubierta de Jorge Alberto Ortega, una tinta china titulada Jazz en la oscuridad. Este tomo I (al
que acotaría: itinerario en Morelia, 1937-1986) acrecienta la todavía exigua historiografía
de la música michoacana, que ha puesto mayor atención a las músicas catalogadas
como clásica, religiosa e indígena, desarrolladas en este estado tan
tradicional como diverso, donde las investigaciones musicales escasean, por muy
extraño que parezca. De hecho, el autor de este libro de 158 páginas nos revela
que fue a raíz del Atlas del jazz en
México, de Antonio Malacara Palacios, editado en 2016, que decidió
emprender esta investigación sincopada. Bajo ese enfoque, no nos encontramos
frente a un punto de partida, sino inmersos en la continuación de la historia
del jazz michoacano, incluso desde el título mismo: atlas y ruta franquean
recorridos entretejidos, tanto de las fuentes orales como de las gráficas, sean
fotos o periódicos, en este caso particularmente de La Voz de Michoacán desde 1960. Peña explota estos recursos hasta
donde la memoria y el coleccionismo alcanzan, al tiempo que recurre a trabajos
previos, como los de Lelia Próspero y Carlos Izquierdo, que aunque no abordan
el jazz como tema central, al citarlos contextualiza la presencia de esta
música ahora universal en la vida social y cultural de Morelia.
De
la inesperada dupla de Próspero y Gil, a finales de los treinta, habría de
germinar la genealogía –y seguramente, en algunos casos, la genialidad– del
jazz moreliano. He querido destacar la figura de Guillermo Gil, a veces diluida
en los ires y venires de la microhistoria, porque fue precursor del género
desde muy temprana edad y no se apartó de él sino con las últimas notas de un
improbable réquiem jazzístico (por cierto: en el libro no se registra la fecha
de su fallecimiento, ocurrida al parecer en 1991). Una vida dedicada a la
música siempre es admirable (como también lo es escribir sobre su historia),
pero cuando se trata de una música cuya tradición debes implantar tú mismo, el respeto
es superior. Por eso creo que haría falta un anexo con las semblanzas de los
jazzistas michoacanos de estas primeras décadas de tenacidad (o al menos
agregar a sus nombres lugar y año de nacimiento, datos que ayudan a identificar
las rutas de cada generación), pues así se organizarían mejor las pesquisas. Por
sus numerosas menciones, destacaría entre ellas a un tercer músico: José
Herrera Covarrubias, bajista en los estertores de la orquesta de don Salvador,
integrante del primer Conjunto de Jazz –donde se convertiría en saxofonista– y director
del Cuarteto de Jazz de la Universidad Michoacana que en julio de 1977 cerró el
primer Festival Nacional de Jazz en el Teatro Ocampo de Morelia. Otros
referentes ineludibles que entretejieron la historia del jazz en Michoacán
fueron los saxofonistas Henry y Robert Cook y Rodolfo Sánchez (Uruapan, 1939),
los bateristas Serafín Flores, Andrés Villafuerte, Enrique Zamora y Efrén
Capiz, los pianistas Antonio Ugalde y Gerardo Cárdenas, los trompetistas José
Avilés y Víctor Próspero, los bajistas Agustín Arias, Juan Lorenzo y Martín
Serrano, el contrabajista Carlos Cuin, el organista Miguel Villicaña y la tecladista
Alma Sira (la primera mujer que sale a relucir, hasta 1981). Un sucinto
diccionario biográfico haría más completa esta obra.
Por
último, quisiera agregar algunas observaciones, muy al estilo del propio autor
al aludir al Atlas del jazz en México,
de Malacara, sobre «el cómo hacer y no hacer la historia del jazz en Michoacán»
y que en sus conclusiones también deja entrever al hablar de reestructurar la
perspectiva. Para empezar, elude –inexplicablemente, tratándose de un
itinerario– la periodización, pero aun así es claro que este primer tomo
comprende de 1928 a 1982 (un año antes de que se formara el Quinteto de Jazz de
la Universidad Michoacana; o 1986, con el término del sexenio de Cuauhtémoc
Cárdenas, quien decretó la creación del Instituto Michoacano de Cultura en 1980).
Que la historia del jazz –una palabra usada hasta la segunda década del siglo
XX– inicie en Michoacán en 1928, no la empequeñece; en cambio, pretender dilatarla
al incluir a la banda de música del Octavo Regimiento de Caballería, creada en
Morelia en 1879 por Encarnación Payén, no sólo es innecesario, es un
despropósito: fuerza la historia más allá de lo fehaciente a partir de una
discutible mitificación sobre la importancia –recalcada como indirecta– de esa
banda militar en el jazz de Nueva Orleans por haber participado en la
Exposición Mundial del Algodón de 1884, amén de que ya se ha documentado que la
conexión más férrea entre la prehistoria del jazz neorleanés y la influencia
musical mexicana fue mediante dos músicos, Florencio Ramos y Lorenzo Tío
Hazeur, desvinculados musicalmente de la banda de Payén: el neoleonés Ramos era
originario de Cadereyta Jiménez, donde nació en 1861, y el tampiqueño Tío Hazeur
había nacido en el puerto tamaulipeco en 1867. Florencio Ramos fue el primer
saxofonista establecido en Nueva Orleans, donde viviría el resto de su vida.
Además del sax, tocaba la mandolina, la guitarra, el banjo, el piano, el fagot,
el clarinete y la flauta, y en 1912 se naturalizó ciudadano estadunidense. Lorenzo
Tío Hazeur era clarinetista, como también lo fue su hijo, del mismo nombre, quien
luego sería un reconocido jazzista. Tío y Ramos tienen en común que Morelia les
es del todo ajena y que ambos tuvieron su último aliento en Nueva Orleans, el
primero en 1908 y el segundo en 1931. Es, pues, un error inferir que por ser
músicos mexicanos pertenecieron a la banda militar que arribó de Morelia, por
lo que debe desestimarse que la capital michoacana formó parte –como se
asevera– de la consolidación histórica del jazz.
Como
ha dicho el saxofonista tenor Joe Lovano: en la historia del jazz, «todo está
en las relaciones». Y rota la relación de Ramos y Tío con la banda de Payén
(porque no hubo ninguna deserción), ¿qué lazo queda entre la decimonónica Morelia
y el jazz de Nueva Orleans? Ninguna: por ejemplo, es demasiado el tiempo entre
1884 y 1895 –año considerado como el del nacimiento del nuevo género– como para
hablar en serio de alguna relevancia. ¿Y los instrumentos musicales que
acompañaron a los morelianos? En la primera época del jazz predominaron la corneta,
el trombón y el clarinete, de sobra conocidos en Luisiana. Queda entonces el
estilo, que se esfuma tras un compás: el reconocimiento a la banda de Payén se
debe a que cumplía con el canon, y no a que era innovadora, precisamente lo que
distingue al jazz. ¿Y los suvenires? Hablan más del capitalismo estadunidense
que del impacto musical de la banda que se presentaba en el pabellón mexicano.
Y finalmente, ¿hay una relación directa de Payén con Gil y Próspero, con una
brecha musical de cinco décadas de por medio? No. Lo que hay es un deseo que se
vale de la leyenda para afirmar lo que cualquier lector crítico podría
desmitificar.
Como
historiadores, debemos tener mucho cuidado antes de sugerir una hipótesis como
la que se plantea, no por atrevida, sino porque basta con repasar las
biografías de Ramos y Tío para que tal exageración sea descartada. Ante este
panorama, es imperativo indagar a fondo sobre otros pasajes de mayor vitalidad:
el vibráfono de Gil, en primer término, pues al menos la prueba documental (del
mismo año en que Lionel Hampton incorporó ese instrumento al jazz) es más firme
que el insostenible influjo de una banda militar de música; lo mismo el caso de
las bandas Jazz San Nicolás (que sería la primera de Próspero y Gil, según la especulación
del autor) y Gran Jass de Sahuayo, esta última de José Oseguera Silva, hijo del
músico Gregorio Oseguera Herrera, originario de Cotija, cuyo hijo menor, Rafael
Oseguera Silva, tocó en la banda alemana de jazz Stern Syncopators: hay que abocarse
a rastrearlas con mayor dedicación para abarcar por completo los orígenes del
jazz michoacano, al igual que escribir más páginas sobre personajes como el trompetista
Rafael Méndez (1906-1981), originario de Jiquilpan.
En
el jazz, la improvisación está cargada de virtuosismo; en el trabajo editorial,
por el contrario, los acordes deben producir la polifonía de cientos de páginas
sin erratas. Dictaminar y corregir son cadencias que no deben omitirse. No
obstante, este esfuerzo por presentar una composición original, como en su
tiempo lo fue La araña tejedora, se
reconoce como quien aprecia un textil purépecha: los textos –unos más
trabajados que otros– dejan ver al viajero algo más que un camino apenas
andado: es el sonoro peregrinaje de una tradición que ya encontró su nicho en
la música michoacana. Y es de aplaudirse.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario