viernes, 22 de noviembre de 2019

No yace en la oscuridad

Crema batida y otras delicias es el título en español del álbum de Herb Alpert lanzado en abril de 1965, popularizado tan rápidamente que muy pronto conquistó los oídos del público mexicano, lo que obligó a nuestros jazzistas a incluir en su repertorio la interpretación de A taste of honey al estilo de Tijuana Brass, canción original de Bobby Scott y Ric Marlow traducida como Gotas de miel en un disco del Conjunto de Jazz del pianista Guillermo Gil García, grabado en vivo en el Teatro Ocampo quizás ese mismo año (1966 sería el del movimiento estudiantil de Morelia), el primer EP de una banda michoacana de jazz (en México, el primer LP data de 1954), si bien este extended play (en el que participaron los hermanos José y Roberto Herrera en sax y bajo y Mario Galván en la batería) nunca estuvo a la venta. Con apenas cuatro canciones, este disco es un hito por sí mismo, sobre todo porque contiene una composición propia, La araña tejedora, un blues llamado también Tema 3/8, atribuido al saxofonista José Herrera y al director del cuarteto, Guillermo Gil, pianista autodidacta que nació en el estado de México en 1910 y perfeccionó sus conocimientos musicales en el Conservatorio de las Rosas.
Gil es –con un mérito indiscutible– el protagonista de prácticamente el primer medio siglo del jazz michoacano, que podría fecharse en 1930, por la fotografía de un sexteto en la Casa de Cristal de Morelia, si no existiera un documento anterior, conservado por su nieta, Blanca Sánchez Gil, quien es compositora católica: la foto de los Jazzers Boys en Tepuxtepec, municipio de Contepec, vecino por igual de Tlalpujahua y El Oro, y en donde el mismo Gil aparece tras un rudimentario vibráfono. Este último hecho será el primero de una larga carrera que tuvo su culminación en 1975 (uno de sus últimos conciertos fue en la sala «Silvestre Revueltas» de la Escuela Popular de Bellas Artes, el viernes 16 de mayo de ese año); cuatro décadas antes, a mediados de los treinta, Gil llegó a Morelia procedente de Acámbaro, Guanajuato, y hacia 1937 conoció, en la Escuela Técnica Industrial «Josefa Ortiz de Domínguez», al clarinetista Salvador Próspero, cinco años menor que él, músico y etnomusicólogo originario de Tingambato. Alrededor de 1939, ambos fundaron una orquesta de baile: Los Cachorros del Ritmo, una big-band que tendría una vida de más de tres lustros y de la que surgirían bateristas de jazz tan notables como Leo Acosta y Richard Lemus, nacidos en 1925 y 1934 en Huetamo y Tarímbaro, respectivamente (el primero moriría en 2007). Luego de dirigir a la Orquesta de Salvador Próspero en su etapa final, Gil ensambló, en 1956, el que es recordado como el primer Conjunto de Jazz de Morelia, un cuarteto conformado inicialmente por José Manuel Villafuerte en la batería, José Herrera en el bajo, Miguel Tovar en el saxofón y, por supuesto, Gil en el piano, quienes tocaron en el piano-bar Los Canarios hasta 1965, al año siguiente en La Pérgola del Hotel Alameda y, en la primera mitad de la década de los setenta, en el bar Normandie.
La ruta del jazz (agregaría: michoacano), de Héctor Peña Munguía, es el primer proyecto editorial del Jazztival, publicado en noviembre de 2019 por Aída Alanís, con prólogo de Gaspar Aguilera Díaz e ilustración en la cubierta de Jorge Alberto Ortega, una tinta china titulada Jazz en la oscuridad. Este tomo I (al que acotaría: itinerario en Morelia, 1937-1986) acrecienta la todavía exigua historiografía de la música michoacana, que ha puesto mayor atención a las músicas catalogadas como clásica, religiosa e indígena, desarrolladas en este estado tan tradicional como diverso, donde las investigaciones musicales escasean, por muy extraño que parezca. De hecho, el autor de este libro de 158 páginas nos revela que fue a raíz del Atlas del jazz en México, de Antonio Malacara Palacios, editado en 2016, que decidió emprender esta investigación sincopada. Bajo ese enfoque, no nos encontramos frente a un punto de partida, sino inmersos en la continuación de la historia del jazz michoacano, incluso desde el título mismo: atlas y ruta franquean recorridos entretejidos, tanto de las fuentes orales como de las gráficas, sean fotos o periódicos, en este caso particularmente de La Voz de Michoacán desde 1960. Peña explota estos recursos hasta donde la memoria y el coleccionismo alcanzan, al tiempo que recurre a trabajos previos, como los de Lelia Próspero y Carlos Izquierdo, que aunque no abordan el jazz como tema central, al citarlos contextualiza la presencia de esta música ahora universal en la vida social y cultural de Morelia.
De la inesperada dupla de Próspero y Gil, a finales de los treinta, habría de germinar la genealogía –y seguramente, en algunos casos, la genialidad– del jazz moreliano. He querido destacar la figura de Guillermo Gil, a veces diluida en los ires y venires de la microhistoria, porque fue precursor del género desde muy temprana edad y no se apartó de él sino con las últimas notas de un improbable réquiem jazzístico (por cierto: en el libro no se registra la fecha de su fallecimiento, ocurrida al parecer en 1991). Una vida dedicada a la música siempre es admirable (como también lo es escribir sobre su historia), pero cuando se trata de una música cuya tradición debes implantar tú mismo, el respeto es superior. Por eso creo que haría falta un anexo con las semblanzas de los jazzistas michoacanos de estas primeras décadas de tenacidad (o al menos agregar a sus nombres lugar y año de nacimiento, datos que ayudan a identificar las rutas de cada generación), pues así se organizarían mejor las pesquisas. Por sus numerosas menciones, destacaría entre ellas a un tercer músico: José Herrera Covarrubias, bajista en los estertores de la orquesta de don Salvador, integrante del primer Conjunto de Jazz –donde se convertiría en saxofonista– y director del Cuarteto de Jazz de la Universidad Michoacana que en julio de 1977 cerró el primer Festival Nacional de Jazz en el Teatro Ocampo de Morelia. Otros referentes ineludibles que entretejieron la historia del jazz en Michoacán fueron los saxofonistas Henry y Robert Cook y Rodolfo Sánchez (Uruapan, 1939), los bateristas Serafín Flores, Andrés Villafuerte, Enrique Zamora y Efrén Capiz, los pianistas Antonio Ugalde y Gerardo Cárdenas, los trompetistas José Avilés y Víctor Próspero, los bajistas Agustín Arias, Juan Lorenzo y Martín Serrano, el contrabajista Carlos Cuin, el organista Miguel Villicaña y la tecladista Alma Sira (la primera mujer que sale a relucir, hasta 1981). Un sucinto diccionario biográfico haría más completa esta obra.
Por último, quisiera agregar algunas observaciones, muy al estilo del propio autor al aludir al Atlas del jazz en México, de Malacara, sobre «el cómo hacer y no hacer la historia del jazz en Michoacán» y que en sus conclusiones también deja entrever al hablar de reestructurar la perspectiva. Para empezar, elude –inexplicablemente, tratándose de un itinerario– la periodización, pero aun así es claro que este primer tomo comprende de 1928 a 1982 (un año antes de que se formara el Quinteto de Jazz de la Universidad Michoacana; o 1986, con el término del sexenio de Cuauhtémoc Cárdenas, quien decretó la creación del Instituto Michoacano de Cultura en 1980). Que la historia del jazz –una palabra usada hasta la segunda década del siglo XX– inicie en Michoacán en 1928, no la empequeñece; en cambio, pretender dilatarla al incluir a la banda de música del Octavo Regimiento de Caballería, creada en Morelia en 1879 por Encarnación Payén, no sólo es innecesario, es un despropósito: fuerza la historia más allá de lo fehaciente a partir de una discutible mitificación sobre la importancia –recalcada como indirecta– de esa banda militar en el jazz de Nueva Orleans por haber participado en la Exposición Mundial del Algodón de 1884, amén de que ya se ha documentado que la conexión más férrea entre la prehistoria del jazz neorleanés y la influencia musical mexicana fue mediante dos músicos, Florencio Ramos y Lorenzo Tío Hazeur, desvinculados musicalmente de la banda de Payén: el neoleonés Ramos era originario de Cadereyta Jiménez, donde nació en 1861, y el tampiqueño Tío Hazeur había nacido en el puerto tamaulipeco en 1867. Florencio Ramos fue el primer saxofonista establecido en Nueva Orleans, donde viviría el resto de su vida. Además del sax, tocaba la mandolina, la guitarra, el banjo, el piano, el fagot, el clarinete y la flauta, y en 1912 se naturalizó ciudadano estadunidense. Lorenzo Tío Hazeur era clarinetista, como también lo fue su hijo, del mismo nombre, quien luego sería un reconocido jazzista. Tío y Ramos tienen en común que Morelia les es del todo ajena y que ambos tuvieron su último aliento en Nueva Orleans, el primero en 1908 y el segundo en 1931. Es, pues, un error inferir que por ser músicos mexicanos pertenecieron a la banda militar que arribó de Morelia, por lo que debe desestimarse que la capital michoacana formó parte –como se asevera– de la consolidación histórica del jazz.
Como ha dicho el saxofonista tenor Joe Lovano: en la historia del jazz, «todo está en las relaciones». Y rota la relación de Ramos y Tío con la banda de Payén (porque no hubo ninguna deserción), ¿qué lazo queda entre la decimonónica Morelia y el jazz de Nueva Orleans? Ninguna: por ejemplo, es demasiado el tiempo entre 1884 y 1895 –año considerado como el del nacimiento del nuevo género– como para hablar en serio de alguna relevancia. ¿Y los instrumentos musicales que acompañaron a los morelianos? En la primera época del jazz predominaron la corneta, el trombón y el clarinete, de sobra conocidos en Luisiana. Queda entonces el estilo, que se esfuma tras un compás: el reconocimiento a la banda de Payén se debe a que cumplía con el canon, y no a que era innovadora, precisamente lo que distingue al jazz. ¿Y los suvenires? Hablan más del capitalismo estadunidense que del impacto musical de la banda que se presentaba en el pabellón mexicano. Y finalmente, ¿hay una relación directa de Payén con Gil y Próspero, con una brecha musical de cinco décadas de por medio? No. Lo que hay es un deseo que se vale de la leyenda para afirmar lo que cualquier lector crítico podría desmitificar.
Como historiadores, debemos tener mucho cuidado antes de sugerir una hipótesis como la que se plantea, no por atrevida, sino porque basta con repasar las biografías de Ramos y Tío para que tal exageración sea descartada. Ante este panorama, es imperativo indagar a fondo sobre otros pasajes de mayor vitalidad: el vibráfono de Gil, en primer término, pues al menos la prueba documental (del mismo año en que Lionel Hampton incorporó ese instrumento al jazz) es más firme que el insostenible influjo de una banda militar de música; lo mismo el caso de las bandas Jazz San Nicolás (que sería la primera de Próspero y Gil, según la especulación del autor) y Gran Jass de Sahuayo, esta última de José Oseguera Silva, hijo del músico Gregorio Oseguera Herrera, originario de Cotija, cuyo hijo menor, Rafael Oseguera Silva, tocó en la banda alemana de jazz Stern Syncopators: hay que abocarse a rastrearlas con mayor dedicación para abarcar por completo los orígenes del jazz michoacano, al igual que escribir más páginas sobre personajes como el trompetista Rafael Méndez (1906-1981), originario de Jiquilpan.
En el jazz, la improvisación está cargada de virtuosismo; en el trabajo editorial, por el contrario, los acordes deben producir la polifonía de cientos de páginas sin erratas. Dictaminar y corregir son cadencias que no deben omitirse. No obstante, este esfuerzo por presentar una composición original, como en su tiempo lo fue La araña tejedora, se reconoce como quien aprecia un textil purépecha: los textos –unos más trabajados que otros– dejan ver al viajero algo más que un camino apenas andado: es el sonoro peregrinaje de una tradición que ya encontró su nicho en la música michoacana. Y es de aplaudirse.

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