sábado, 22 de febrero de 2020

Siete recorridos alrededor de una casa de papel

I. Aquí mismo, o mejor dicho: acá, en el museo de los Rayón, en julio de 2017, conversé con Dominique acerca de un proyecto editorial sobre la historia, la cultura y la región de El Oro y Tlalpujahua que he venido fraguando desde junio de 2016 y que, desde entonces, no he conseguido financiar. Aquel mediodía, en medio de una exposición, me contó de un libro suyo inédito, Oros y sombras, el cual me dio a leer dos meses después, y que en unas horas de septiembre leí deslumbrado por la riqueza narrativa y su musicalidad. Con la epifanía de la última página, le escribí a nuestro amigo y —con el acuerdo de que sería su editor— le compartí tanto mi entusiasmo por su obra como lo inoportuno que era leer las citas que interrumpían el texto, citas completamente innecesarias cuando basta una sola voz para enamorarse como lo hizo el autor, quien poetiza a Tlalpujahua «preñada de los metales más preciados». La combinación —me parece, todavía— funcionaría mejor si se tratara del guión de un documental. Pero no me adelantaré; por ahora sólo recordaré que en cada una de las 80 hojas engargoladas aparecía en el margen inferior el año de su registro: 2015, es decir, como Tlalpujahua misma, el texto permanecía detenido en el tiempo; incluso hasta hoy: se publicó prácticamente la versión que leí, a pesar de mi mensaje y un par de pláticas. Volver a ese primer encuentro tiene que ver, sí, con que el tiempo es circular y, en sincronía con la casa de los Rayón, con estar también frente a un museo de papel donde el narrador o ensayista es, principalmente, un curador: por aquellos meses, mi guía de viajeros de El Oro hibernaba entre una fraudulenta elección y un nuevo sexenio en el estado de México, y justo a principios de septiembre fue retomada para, por fin, ser impresa. Tres meses duró este penúltimo proceso, que aproveché para revisarla, corregirla y ampliarla, al tiempo que conservé la premeditada perspectiva de no abarcar solamente la cabecera (recorrida a pie, por cierto, como debe conocerse) e incluir lo más relevante del municipio de El Oro, así como Dominique Dufétel y Rocío Piñón hicieron cuatro años atrás en su Guía del patrimonio cultural de Tlalpujahua. Visto de esta manera, Oros y sombras es, con la guía del 2013 como referente, una curaduría a la vez reducida —porque limita lo que podría exhibirse— y extensa —porque se detiene ahí donde Dominique observa la cotidianeidad y la enlaza con el pasado.

II. El largo peregrinaje del segundo libro de Dominique (de cinco años, desde que lo concluyó; de casi diez, desde que comenzó a escribirlo) no hallaría el modo de salir a la luz sino hasta diciembre de 2018, cuando el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes dio a conocer los resultados de la trigésima cuarta emisión del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales. Con Miguel Ángel de la Calleja (director general de la editorial Parentalia) y las escritoras Kenia Cano y Fernanda Melchor como comisionados de Letras, Oros y sombras: cuadernos de Tlalpujahua obtuvo —merecidamente, sobra decir— uno de los doce financiamientos en esa disciplina, inscrito en la especialidad de ensayo. No se entiende, pues, la materialización —más que producción— de este libro sin el patrocinio federal, como tampoco hay que perder de vista la estrecha relación que guarda con la Guía del patrimonio cultural de Tlalpujahua: de monumentos, saberes y tradiciones, igualmente impresa por Art Graffitti. En efecto: en este segundo ensayo los lectores experimentarán un déjà lu al ojear párrafos canibalizados como los de la imagen de la virgen del Carmen, martes de carnaval y el palo volador de San Pedro, canibalización válida si se le acompañara con una nota editorial. Aunque el papel carbón ya está en desuso, la práctica de calcar perdura y nos lleva a preguntarnos cómo surgieron ambas reflexiones en el tiempo —como Dominique mismo se cuestionaría si se tratara de un díptico ajeno— e intentaríamos eslabonar la última parte de la guía (numerada con el veinte y titulada «El vidrio soplado y otras artes») con la buena sombra de quien hace de la palabra impresa una orfebrería. Y lo haremos enseguida.

III. La literatura tiene un rastro indeleble —una marca de agua— y cuando Pascale Casanova afirma, tajante, que Francia posee el poder literario desde mediados del siglo XVI, uno no puede sino creerlo al leer a Dominique Dufétel, quien forma parte de esa tradición. Su nombre converge con el de otros escritores franceses que como él han explorado nuestra región; me acuerdo, por ejemplo, de Jacques Soustelle (especialmente el capítulo «Tierras altas», en Los cuatro soles; México, tierra india, libro traducido por Rodolfo Usigli, y La familia otomí-pame del México central) y de William Luret, quien se la imaginó en El conquistador del Somera. Su nombre, además, se encuentra entre los de los ensayistas de la revista Artes de México y como el traductor en tres libros: El banquete de las banquetas, de Bruno Newman (2008); El mar, de Jules Michelet (1999), y A solas con los atletas, de Paul Fournel (2006). El cuarto, al igual que estos dos últimos, recibió un estímulo económico (en 1996 y 2003, respectivamente) del Programa de fomento a la traducción literaria, en 2005; pero El viaje estético: nueve miradas sobre el arte del México antiguo —título de la compilación— no fue publicado sino hasta 2018 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, un libro de ensayos donde me hubiera gustado leer al explorador francés Maurice de Perigny. Ensayista y traductor literario, Dominique ha sido también guionista de series documentales, y quizá de ahí provenga el estilo de una voz narradora intercalada con citas textuales a manera de autorizados testimonios. En este mismo tenor —el de la sospecha—, creo que Dominique es devoto de Chicomecóatl, la diosa Siete Serpiente coronada con una coraza de papel: diosa de la subsistencia, del maíz y, por ende, de la fertilidad: de ella recibe esa fertilidad literaria con que bien podría responder la interrogante de Alberto Blanco sin necesidad de entintar su pluma de quetzal: «qué quiere decir ser un ser humano...», se pregunta el poeta, y miramos a Dominique en un paseo por «las largas playas del tiempo». Reflexionar: eso es lo que nos hace humanos.

IV. Desde el título, Dominique hace evidente la dicotomía de Tlalpujahua, «lugar de choque entre dos historias y dos geografías», lo mismo en las torres de la capilla del Señor del Monte (una de piedra gris y la otra de ladrillo rojo) que las sirenas y los mascarones en la parroquia: mutiladas las primeras y enseñoreados los felinos. Bajo este contraste, Dominique habla del mundo enigmático que descubrió en 1983, una impresión similar a la que tuve —por aquella misma época— al ver las ruinas industriales desde la carretera de El Oro a Tlalpujahua y ese letrero hoy desaparecido que nombraba al lugar: Los Balcones. Ya en el Mineral de Rayón (como debería llamarse desde mayo de 1859), el apellido del héroe legítimo resonaba en las calles empedradas, una repercusión desde donde es ineludible pensar en el campo del Gallo (en Ramón Rayón, sobre todo, preferiría nuestro autor, y con él en los siete baluartes con que lo fortificó) y, con un matiz lúdico más que lúcido, en los siete baluartes —en el sentido de amparo— que encierran la esencia, la naturaleza de Tlalpujahua: su geografía, la minería, el fervor religioso, la arquitectura y el arte, los rayonistas, los mazahuas y el imaginario colectivo. A medio camino en estos siete recorridos, solamente haré algunos comentarios, entre ellos el de agradecer al escritor que su crónica se alejara de los lugares comunes, como ese de nombrar a Tlalpujahua «el pueblo que se negó a morir», coreado con tan poca imaginación en reseñas pseudoturísticas, que sonaría a plagio si se enteraran que Angangueo (Michoacán) y El Boleo (Santa Rosalía, Baja California Sur) portan, desde hace tiempo, ese singular renombre; o aquel otro que habla de una iglesia hundida —la destruida capilla del Carmen—, cuando las fotografías de la catástrofe y la torre de cantera roja en pie demuestran que la construcción no fue sepultada por los jales, sino desmembrada casi por completo por la gente, que sólo dejó los cimientos y, por supuesto, la torre; o aquello de suponer que el 13 noviembre se conmemora una gran batalla y no, como en realidad pasó, un acto heroico, sin derramamiento de sangre: el del banquete rendido por los Rayón al pueblo que los respaldó en la revolución de Independencia. Caben aquí también cinco posibles y mínimas reescrituras: para empezar, el camino descrito en 1841 por la escocesa Frances Erskine Inglis (mejor conocida como la marquesa Calderón de la Barca) es del todo distinto a la carretera por la que se transita y se serpentea desde mediados del siglo XX: hay, pues, una sensible divergencia. En cuanto al belga-francés F. J. Fournier —iniciador y director de Las Dos Estrellas, como reza la placa en la bocamina—, llegó primero a El Oro en 1896, contratado como superintendente; y a propósito del cuestionamiento de Dominique de que no hay un monumento erigido a los muertos en las minas, en nuestra ciudad sí existe un memorial al minero desconocido, exactamente en la salida a Tlalpujahua, si bien la escultura metálica de Fernando Cano debería estar en el museo de minería de El Oro y no en esa glorieta. Sobre el santuario de Tlalpujahuilla, habrá que aclarar un par de discrepancias, pues según Pedro Hernández Pérez, en su Historia del santuario de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos en San Juan Tlalpujahuilla, su construcción fue a partir de 1936, con la llegada de José de Jesús del Valle Angulo y Navarro, y no en 1939, y habría sido terminado en 1946, con la bendición del señor del Valle cuando ya era obispo de Tabasco (ciudad donde estuvo desde 1943 y hasta su muerte en 1966) y no luego de dos decenios, como se consigna. Sobre el traslado, en 1937, de la pared de adobe donde, en el siglo XVIII, fue pintada una virgen del Carmen conforme a la iconografía de la virgen de las Cuevas, me pregunto si a Dominique no le relataron la negativa de la virgen a ocupar el templo de san Pedro y san Pablo, un ascenso detenido hasta que le fue prometido que la iglesia sería consagrada a ella. Y de la reivindicación de los mazahuas como el pueblo originario de Tlalpujahua (curiosamente, otro extranjero, el etnomusicólogo danés Max Jardow-Pedersen, subrayó en 2006, en su libro Música en la tierra mazahua, esa presencia comúnmente borrada), agreguemos que en el bastón de mando de Mazacoaltecuhtli figuraba una serpiente-venado, o sea, una sierpe y no un ciervo es con lo que deberíamos identificarlos; y así, en consonancia con esa resignificación, comprenderíamos que el señor del Viento (K’ijmi Ngomü, en mazahua) es el intercesor ante las colas de agua (serpientes de cascabel en forma de nubes), y que por eso en lo alto de los cerros —lugares sagrados de por sí— hay cruces donde antes había oratorios dedicados a él. Bajo este paisaje, bien dice Dominique: «Mientras haya pobreza, habrá tradiciones: triste contradicción».

V. ¿X o Y? Tlalpujahua —«maestra y señora de la montaña», diría Gustavo Bernal— es un pueblo virreinal de mediados del siglo XVI. Un pueblo español, no duda en decir Dominique Dufétel, y tiene razón: como el nombre de Méjico (Meshico, originalmente, palabra grave y no esdrújula), la jota delata la llegada del castellano a esta tierra nuestra. Tierra porosa, se insiste en decir al interpretar el topónimo de Tlalpujahua, y su significado se deshace, se pulveriza. Innegablemente, el nombre del lugar se corrompió al castellanizarse y sabiendo esto sólo podemos especular de dónde podría proceder. En este libro, Dominique sugiere que sea Tlalpuxaquatl, tierra del ave nocturna, pero si bien puxacuatl literalmente es ave nocherniega (inclusive ave de mal agüero), en sentido figurado alude a un tonto o un dormilón, con lo cual asumiremos cierta reserva. Desde hace algunos años, he estudiado este asunto y después de ensayar varias posibles respuestas he concluido que dos son las alternativas (descartando de plano la de tierra esponjosa o fofa, pues en nuestro distrito minero la porosidad no es precisamente la propiedad distintiva de nuestros minerales). La solución estriba en la característica primordial del territorio; y en este caso en particular, si el sonido era sha o ya. En 1897 y 1932, y parece que ha pasado desapercibido, Antonio Peñafiel (en Nomenclatura geográfica de México) y Fortino Ibarra de Anda (en Geonimia indígena mexicana) dijeron que significa: «lugar de carbón de tierra» y «lugar donde hay carbón de piedra», respectivamente; de tlalli, tierra, y poxahuac, carbón de tierra o carbón de piedra. Faltaría analizar si el carbón mineral es lo que define a Tlalpujahua. La segunda opción la expreso en este momento: que la ja de Tlalpujahua se pronunciaba ya (y no sha, como la anterior): Tlal-poyahua-c, «donde colorea la tierra», si es que en esta tierra hay tantos matices como la piel morena. Otros dos lugares, cuyos nombres no se explican, son: Puxtla, quizás el barrio más antiguo de Tlalpujahua, es también un topónimo corrompido, y significaría «donde abunda la neblina»; y el emblemático cerro de Somera, El Trasplantado para los antiguos mazahuas, fue rebautizado con el apellido de la familia Fernández de la Somera, una de las principales de Tlalpujahua en el siglo XVIII, de donde desciende Manuel Zomera y Piña, gobernador del estado de México en 1863 y 1871.

VI. Antes que la dicotomía en el título, me llamó la atención que la primera palabra aludiera al nombre del municipio vecino para hablar de Tlalpujahua. Como bien escribe Dominique, la palabra latina aurum quiere decir «brillante amanecer»; por su altura y su ubicación más al poniente, ese suceso corresponde a la ciudad de El Oro; incluso, dentro del municipio, hay un pueblo nombrado Ndót’e-jyare, «Donde primeramente da el sol». Y así como Dominique reivindicó a los mazahuas de Tlalpujahua, habría que darle un lugar sobresaliente a la plata, por encima del oro, pues acá la mayor producción de mineral fue la del «oro blanco», iztacteocuitlatl en náhuatl: en 1911, por ejemplo, en la cúspide de la minería regional, Las Dos Estrellas obtuvo, en números redondos, 6 toneladas de oro y 60 toneladas de plata, una notoria proporción que no debería soslayarse. De hecho, debido a este mineral Tlalpujahua surgió como real minero: según un documento de 1789, sus minas fueron descubiertas [en el siglo XVI] por unos pastores de la hacienda de Tepetongo, los cuales «habiendo prendido fuego una noche en el cerro nombrado del Gallo, para protegerse del frío, a la mañana siguiente despertaron y hallaron plata derretida». Circunscrita dentro de la conocida Provincia de la Plata (una franja novohispana que venía desde Taxco y atravesaba Zacualpan, Tlatlaya, Amatepec, Sultepec, Temascaltepec y Espíritu Santo), Tlalpujahua cosechaba una alta ley en sus metales argentíferos, lo que atrajo a mineros como el francés José de la Borda, en la década de 1740 (sobre este personaje, por cierto, Jacques Paire escribió una novela histórica titulada Senderos de plata), un furor exótico para nuestras culturas originarias, que —como bien sabe Dominique— le atribuían un valor superior a minerales como el jade y la obsidiana: basta acudir a la traducción de teocuítlatl, oro en náhuatl, para apreciar en la metáfora su desestimación: excrecencia o residuo divino. Finalmente, cabe acá una apostilla sobre cuál sería el (improbable) símbolo de la metalurgia en el México antiguo, una figura buscada por Dominique en «El oro y el fuego»: el más próximo es Xiuhtecuhtli, quien está ligado tanto al fuego como a una piedra preciosa, la turquesa (xíhuitl). «La turquesa y el fuego», podría haber escrito Dominique, rodeado de mariposas de obsidiana (mejor aun: de plata encantada), convertido ya en iztacteocuitlaua, el orfebre de plata, el platero de oro, el orífice de plata; el artífice «en busca del platino» (Blanco dixit) y cuyo trabajo es limpio y reluciente.

VII. Sin la plata, por cierto, no existiría el álbum fotográfico anexo, una veintena de instantáneas que, inexplicablemente, carecen de pies de foto. El tiempo, como se dijo al inicio, es circular, y con esta idea volvemos dos años y medio atrás, cuando habría querido ser el editor de Oros y sombras: quien preparara la obra, antes que ser su impresor, como diferenciaría Tomás Granados Salinas a propósito de Michael Bhaskar y su máquina de contenido. No fue así, pero como lectores podríamos probar una lectura distinta a la presentada por el autor: siguiendo al escritor francés Daniel Pennac, para quien hay diez derechos imprescriptibles del lector, aconsejo no que sean saltadas las páginas —como él formula— sino omitir la lectura de los párrafos en cursivas (epígrafes y citas, algunas anónimas) para que la fluidez sea sostenida. Si hubiera sido el editor, habría suprimido las diez notas al final del libro y las hubiera incorporado al texto (con unos simples paréntesis encajarían perfectamente) y sólo un par de ellas —las extensas— las conservaría como notas a pie de página, tal como esa acotación en el poema inédito, para guardar uniformidad; y, por último, me imagino que le habría solicitado a Dominique lo mismo que le pedí a Gustavo cuando me encargó la edición de sus Notas y apuntes para la historia de la mina Las Dos Estrellas en 2012: que escribiera más, y que en lugar de nueve capítulos (el número de regiones del inframundo, es decir, las sombras), los ampliara al dorado trece —como los cielos en la mitología nahua— y que en ellos hablara de San Francisco de los Reyes, la hacienda de Estanzuela o Tlacotepec, del comercio y la gastronomía, o de los canteros y —como lo hizo con el viejo buscador de oro— los personajes del arte popular, como Saulo Moreno, quienes también reproducen oros y sombras. De cualquier modo, sea editor o lector, hay mucho que agradecerle a Dominique y su tiempo dedicado al descubrimiento íntimo, las bonanzas, las borrascas y el redescubrimiento de Tlalpujahua, ahí en el reino de los sueños donde la generosa voz de Dufétel nos guiará con bienandanza; o como uno de los antiguos códices de San Pedro Tarimangacho de la Estaca: con una sensación de pureza.

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