martes, 16 de enero de 2018

Oración fúnebre a doña Esperanza Cano viuda de Bueno

Mamá Esperanza fue una mujer que nunca se doblegó. Hace once semanas, un lunes, despertó convencida de que resistiría una vez más a la adversidad. Once semanas pasó en cama, resuelta a no darse por vencida, aunque su vitalidad se fuera apagando. Once, las veces que intentábamos descifrar lo que nos murmullaba. Once, las razones por las que la cuidamos y amamos:
Mi abuela no estaba preparada para lidiar con doce hijos, ni lo estaba para perder, a los 39 años, a su esposo Pepe (de El Atorón), en 1964. Aprendió sobre la marcha, a duras penas, a sostener a nuestra familia con el apoyo y el esfuerzo de otra gran mujer, mi tía Lourdes, entonces de 19 años. Ambas nos enseñaron la virtud de intentar salir adelante y nos dieron el ejemplo: ellas lo consiguieron.
Mi abuela no era una persona que estancara sus pensamientos en el pasado, pero pocas cosas lamentó tanto como no seguir estudiando. No fue una decisión que estuviera a su alcance: la escuela era una exigencia menor comparada con el trabajo. Pero cuando fue jefa de familia quiso revertir eso y se propuso que sus hijos tomaran las riendas de su destino a través de la educación, un impulso que llegó hasta la formación de uno de los más destacados arqueólogos que contempló la cultura maya, mi tío Ricardo.
Mi abuela era una persona sencilla a la que no le gustaba la presunción... excepto una, que le enorgullecía: con apenas la instrucción elemental que tuvo, asumió el negocio de mi abuelo y se abrió paso en un mundo fiero: la «Refaccionaria José Bueno Velázquez» le permitió probarse a sí misma y a los demás que la honradez es la mayor ambición que debemos derrochar.
Por cuarenta años, mi abuela atendió el mostrador de la Refaccionaria. Lo hizo como quien prepara la comida: pendiente de que cada ingrediente estuviera listo. No podríamos, sin embargo, decir lo mismo de su cocina, a la que le dedicaba menos atención que el trato a sus clientes. Pero no estamos, en absoluto, desagradecidos por sus sopas y sus guisados: al contrario; somos como ella: sinceros; y como su casa, abrimos la puerta a quien sepa distinguir entre tosquedad y calidez.
¿De qué estabas hecha, mamá Esperanza? ¿Cómo es que, abatida, pudiste reponerte a las muertes de Verónica, la menor de tus hijas (ocurrida treinta años después que la su padre), las de Ricardo y María de la Luz, al finalizar 1995, y de Lourdes, hace 14 años y medio? ¿Y cómo es que, hace poco más de treinta años, sobreviviste, junto con tu primera hija, Lucha, y tus nietos Armando y Pepe, a un accidente automovilístico en Atlacomulco? ¿De dónde sacabas esa fortaleza? Solamente te faltaron tres días para llegar a los 93 años de edad. Creíamos que cumplirías cien, pero nuestro corazón erró, porque no era de oro como el tuyo.
Infatigable, diariamente seguiste caminando hasta este octubre que pasó por las calles de El Oro, tu pueblo, tu muy querido pueblo, el nuestro, el que también te quiso y te respetó: una deferencia con la que reconocemos a las personas buenas como tú.
Eso no lo olvidaremos. Y ese recuerdo, el que cada uno guardará de ti. Como el de tu risa: sonora, perdurable en nuestra alegría; una carcajada que podía surgir de la simpleza, mas no de la burla.
Cada vez más te deshiciste de tus propios recuerdos y te apropiaste de lo que te platicábamos. Volteabas de vez en cuando al pasado, pero preferías siempre mirar al presente: a la aurora del día, a la esperanza que renace y resplandece.
Anoche nos acompañó gente cercana a nuestra familia (y al decir familia, incluimos a mis tías María de los Ángeles, Marielena y Jose). Amistades nunca te faltaron; y en los últimos años, dos en especial: la de mi hermana Andrea y la de Cristina, a quien tanto debemos agradecer.
Fuiste la segunda de los cinco hijos de don Juan Cano Huitrón (de Temascalcingo), hijo de Francisco Cano Álvarez y Clotilde Huitrón Sánchez; y de doña Aurora Cardoso Eguiluz (de Tulancingo), hija de Amado Cardoso Negrete y Dolores Eguiluz Jaimes. Fuiste todo para nosotros.
Mamá Esperanza: te habla unos de tus 19 nietos, aquel que aprendió de ti que las palabras de amor también se pueden decir a través del silencio, o con un abrazo; o con una de tus bendiciones: con las que nos protegiste y con las que hoy nos quedamos. Te quisimos y te queremos muchísimo.

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