martes, 31 de octubre de 2017

Velia Marmolejo Fat o el palimpsesto de la añoranza

En el centenario de la profesora Velia Fat Marmolejo –nacida en El Oro el 31 de octubre de 1917– se cumplen también –el 23 de noviembre– setenta años de que se terminó de imprimir, en los talleres linotipográficos de la Escuela Industrial y de Artes y Oficios de Toluca, el primer libro de cuentos de la escritora Velia Marmolejo Fat: La gran curiosidad. Con un dibujo de Leonardo Gutiérrez en una cubierta entintada de verde, la obra fue encuadernada por Simón Hernández, Susana Mariscal y Lydia Maruri en un formato de 13 por 19 centímetros que alcanzó las 179 páginas, y al igual que la primera edición de Al filo del agua, de Agustín Yáñez, no aparece su tiraje en el colofón.
En 1947, Velia tenía treinta años de edad. Desde 1930 había comenzado a escribir y en 1945 se había casado con el profesor Gabino Escalante Arreola, con quien tendría siete hijos, dos de ellos fallecidos prematuramente. En 1929 había perdido a su madre y tiempo antes a dos hermanas muy pequeñas. Por eso no resulta extraño que el amor, la ternura, el desengaño, pero sobre todo la muerte motivaran sus historias. Al leerlas, afloran en ellas las prolíficas lecturas de la escritora, desde las páginas móviles de las nubes, hasta personajes literarios como don Quijote y Ruy Díaz de Vivar, o autores como santa Teresa de Ávila.
En sus cuentos se percibe un acentuado amor por los libros, con los que –imaginamos– pudo viajar por el mundo y al mismo tiempo alejarse de él, de su podredumbre. En las letras parece encontrar la esperanza de amar y la liberación del silencio: gracias a la literatura concibe al amor como premio y sacrificio, y poetiza a la muerte como «apenas el ruido sin importancia de una rama que cruje».
Es verdad, como subrayó el poeta José Alfredo Mondragón, que Velia Marmolejo le da a sus protagonistas un destino «signado por la fatalidad», como aquel en el que el hijo del muertero piensa para sí un ataúd de cedro, y su viuda termina sepultándolo en uno de ocote; sin embargo, de la misma manera, la autora suele girar las palabras para que se conviertan en consuelo, en caricias y en promesas, y a menudo narra que los novios barajan el tiempo cruzándose cartas de amor, o entre padres e hijos hay un desenlace donde se sobrepone el entendimiento. No sólo hay sueños destrozados como el esqueleto de una barca, también hay ilusiones en frascos de plata escondidos dentro del corazón.
En estos primeros 27 cuentos –intuimos que escritos a lo largo de los años– marchan y a veces se marchitan un poeta que ama lo imposible; un arcón de encino que desempolva la sombra de una madre ausente; una tejedora insensata y solitaria; una ciega que espera; una madre que educa a sus tres hijos para que la entronicen; un hombre casado que regresa por el amor perdido y a unos pasos de llegar a la gloria renuncia a ella y desanda amargamente su camino; dos hermanos que traicionan a su hermano mayor por desamor; un hombre en apariencia feliz que llora de miedo; un primer amor cifrado en un vals; un enano y una loca; un niño de nueve años que cree domar al palo ensebado; una pareja de viejos cuyo misterio se consume frente a la chimenea; dos huérfanos que viajan a la ruta de la asistencia social, sin haberla tomado; una promesa incumplida; una húngara que ve huir a su desagradecida hija adoptiva; y unos guantes que encarnan la locura. Solamente uno, «Serenata», queda como un enigma.
De estos 27 cuentos, tres están inspirados en la narrativa católica: «La muerte del Señor», «La Nochebuena del viejo» y «Viene Jesús». Y uno más, entre los últimos del libro, evoca la cuentística china, de la que habríamos esperado más, pues Velia era hija de un comerciante cantonés, Chiu Sam Chim, quien había llegado a México en 1908 y a El Oro en 1912, y quien le habría contado «La bondad del hijo mayor», donde el padre, Wu-Hang, contiene su ira hacia su segunda esposa, Yi, por la súplica de su primer hijo, Chan-Cué, cuya bondadosa madre muerta pareciera haber hablado por su boca.
Otros cuatro textos más, identificados como semblanzas, tienen cabida en el libro, como aquellos pétalos de flores que se guardan en una caja lacada, como un recuerdo. No son relatos literarios, sino retratos de gente que conoció: el del escritor Teodoro Torres, a un año de su fallecimiento; el de la pordiosera abandonada por sus dos hijas; el de la niña de nueve años desamparada frente al mundo; y el de la rusa de cabellos rojos que perdió a su hija. La invocación, tan difícil de borronear, se impuso: podríamos decir entonces que casi como un rasgo de identidad, los personajes de Velia exhuman sus recuerdos (excepto –quizá– por un leproso que no retrocede a las pavesas del pasado). Esto queda reafirmado en «La última petición», cuando la madre le suplica al Ángel de la Muerte: «¡Déjame recordar!».
El libro –dedicado a su esposo y a su primer hijo, Francisco Fernando, «con devoción y cariño»– tiene tres cuentos sobresalientes, además, porque están al principio, al final y justamente en medio: los que abren y cierran, «La gran curiosidad» y «La morralla», hablan, el primero, de aquella necesidad, a veces necedad, de conocer y mirar más allá de la tierra natal, para finalmente añorarla, regresar a ella y reconocer que el cielo y las estrellas estaban al alcance de la mano; y, el segundo, del asolamiento de una violación.
He dejado a la postre el que considero es el cuento más preciado, el cuento dorado: «El avaro», donde se contrasta el valor de aquello que atesoramos, ya sea el oro en un cofre o la historia de un inefable amor en dos pliegos amarillentos. Y he dejado también, antes de concluir, dos certeras frases que Gabriela Mistral le escribió en una carta fechada el 14 de febrero de 1950: «Mi alegría vino de leer algo que rara vez hallo: la prosa rítmica» y «usted tiene el sentido del misterio en lo doméstico, en lo diario».
«Los escritores –se lee entre los primeros cuentos– no son sino unos mentirosos», algo que no podríamos decir de Velia Marmolejo Fat, quien se mostró sincera en su primer libro y del que diremos, parafraseando a la escritora aurense, que de la flor inmensa de la literatura sólo nos toca a cada uno un pétalo. Y con este pétalo que es La gran curiosidad nos tocamos la frente para pensar en su autora, los labios para nombrar cada una de sus historias y el pecho para que no la olvidemos.

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