sábado, 8 de agosto de 2015

Francisco Javier Ayala Reyes (1947-2015)

El 4 de octubre Francisco habría cumplido 68 años de edad. Unas semanas antes, en septiembre, habría festejado con él los veinte años de una amistad que fuimos estrechando gracias a la palabra y nuestra predilección por el arte y la cultura. Seguramente habríamos salido a comer y le contaría, porque él ya lo había olvidado, que nos conocimos en el salón que compartimos como estudiantes en la Facultad de Humanidades. Aquel primer día de clases, él se sentó en el pupitre al lado del mío y me preguntó por el libro, la revista y el disco que me acompañaban aquella tarde. Así lo hacía siempre: buscaba la forma de entablar una conversación. No diría que lo hacía por sentirse solo. Lo que sentía era la necesidad de aplacar la fiereza de este mundo.
La última vez que lo vi —él con los ojos cerrados— no pudimos decirnos ninguna palabra. Esa noche, la del sábado 30 de mayo, viajé desde El Oro para identificar a un desconocido que estaba hospitalizado e inconsciente desde que la ambulancia lo atendió en estado muy crítico. Sin credencial consigo, un papel con mi número telefónico, que hacía meses llevaba guardado en alguna ropa que ese día se puso, fue el único modo de llegar hasta alguien que lo conociera.
Y lo conocí bien. Fue un hombre demasiado afable que amó, precisamente, al papel, a lo que comunica —incluso la textura misma— y a lo que ahí se preserva. Su primer acercamiento fue una fascinación que mantuvo viva: las historietas lo cautivaron como luego lo harían los libros y las artes visuales. A temprana edad descubrió que él también podía crear sobre papel: dibujaba con talento y cuando en 1965 inició sus estudios en Arquitectura, los planos fueron una extensión de su propia creatividad. Gran parte de su vida, más de cuatro décadas, la dedicó a un sinnúmero de proyectos arquitectónicos, el último de los cuales sería la casa de Maura en El Salitre, que nos entregó en diciembre de 2013.
Una casa representada según los códices mexicanos es el símbolo al que recurrió al diseñar los emblemas de las facultades de Arquitectura y Humanidades, identidades gráficas que si bien han sido modificadas conservan la huella del lenguaje que Francisco delineó: la construcción del conocimiento en el aula. Arquitecto y coleccionista, se dedicó por más de dos décadas al arte de la encuadernación cuando, quizás a finales de los ochenta, una imprenta toluqueña arruinó una colección suya de fascículos que debió haber sido cosida en cuadernillos. Se propuso entonces aprender a reparar sus libros y para ello tomó varios cursos en la ciudad de México. La práctica y la vasta bibliografía que acopió a lo largo del tiempo perfeccionaron su trabajo como maestro encuadernador y su amor al papel quedó plasmado en su inédito Manual de encuadernación para estudiantes de la licenciatura en ciencias de la información documental.
Xochiquetzalcalco era su casa: «en la casa de la flor preciosa» las bellas artes florecieron para habitar el alma de Francisco ante un mundo que él no terminaba de entender: la deshumanización como estrago se contraponía a su sensibilidad. Y sin embargo, no abrazó la misantropía. Todo lo contrario: el aprecio que sentía por nosotros sus amigos era manifiesto y no pocas veces generoso. Saludaba con júbilo por teléfono cada vez que le llamaban y escuchaba atento a quienes se encontraba por la calle. Eran momentos de belleza que atesoraba tanto como haber visitado un museo.
Nos gustaba caminar esta ciudad que a veces hasta odiaba, casi tanto como el futbol. Francisco nació en 1947 y por lo tanto vivió la acelerada demolición del patrimonio arquitectónico de Toluca, en aras de una malentendida modernidad, pues la mentalidad de la gente no cambió y del centro, desde 1969, no podemos decir que sea histórico. Caminar con él era aprehender las historias de Toluca. Rememorar los cines que ya no existen, a divas como María Félix y Marilyn Monroe, y las personas que permanecían en su recuerdo. Todas las épocas revivían a través de su voz.
La palabra hablaba, huehuetlatolli, —y la escrita, porque también estuvo en el taller de poesía de Guillermo Fernández— no era la única con la que expresaba afecto. Como cocinero era el mejor, y sus pasteles en especial fueron en varias ocasiones el regalo con el que celebrábamos el cumpleaños de mi madre. Su última cena de navidad, por cierto, la pasó con Maura y conmigo en Tlatelolco, apenas en diciembre pasado. Esa noche, además, vimos El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson. El cine, desde luego, era una de las aficiones que compartíamos, y la última vez que fuimos a uno, un mes después, en enero, fue para ver un documental sobre David Bowie, un personaje, como él, nacido en 1947.
¿Cuáles habrán sido los últimos pensamientos de Francisco hace diez semanas, mientras caminaba por los Portales, el lugar más emblemático de Toluca? ¿quizá se mezclaban con alguna música que habrá llegado hasta sus oídos? ¿algo en la radio, tal vez el anuncio de alguna exposición a la que le gustaría ir? ¿qué proyectos tenía pendientes? Esa semana le ayudaba a Liudmila Rosales con su Censo gráfico periferia Oaxaca, un fotolibro que ya tenía impreso en el colofón la fecha que también sería la del fallecimiento de nuestro querido y llorado amigo Francisco: 31 de mayo de 2015.
El lunes 1 de junio lo sepultamos en silencio. Hoy trajimos música de su gusto y una exposición de libros de artista a la que no hubiera faltado, asiduo como era a asistir a eventos culturales como este, en los que se le quería. Hoy le rendimos un pequeño pero significativo homenaje para que su nombre prevalezca en nuestra memoria. Y lo hemos querido hacer en una casa que no dejará de habitar: la del arte. También estará en nuestros corazones, aunque no podremos dejar de sentir soledad con su ausencia y lamentar no haber estado más tiempo con él. La vida nos prodigó la oportunidad de conocerlo. Amigos como él son insustituibles. Damos aquí la palabra de que no lo olvidaremos. Y gracias, muchas gracias, Francisco.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Los lectores