El 4 de octubre Francisco habría cumplido 68 años de
edad. Unas semanas antes, en septiembre, habría festejado con él los veinte
años de una amistad que fuimos estrechando gracias a la palabra y nuestra predilección
por el arte y la cultura. Seguramente habríamos salido a comer y le contaría,
porque él ya lo había olvidado, que nos conocimos en el salón que compartimos
como estudiantes en la Facultad de Humanidades. Aquel primer día de clases, él
se sentó en el pupitre al lado del mío y me preguntó por el libro, la revista y
el disco que me acompañaban aquella tarde. Así lo hacía siempre: buscaba la
forma de entablar una conversación. No diría que lo hacía por sentirse solo. Lo
que sentía era la necesidad de aplacar la fiereza de este mundo.
La última vez que lo vi —él con los ojos cerrados— no
pudimos decirnos ninguna palabra. Esa noche, la del sábado 30 de mayo, viajé
desde El Oro para identificar a un desconocido que estaba hospitalizado e
inconsciente desde que la ambulancia lo atendió en estado muy crítico. Sin
credencial consigo, un papel con mi número telefónico, que hacía meses llevaba
guardado en alguna ropa que ese día se puso, fue el único modo de llegar hasta
alguien que lo conociera.
Y lo conocí bien. Fue un hombre demasiado afable que amó,
precisamente, al papel, a lo que comunica —incluso la textura misma— y a lo que
ahí se preserva. Su primer acercamiento fue una fascinación que mantuvo viva:
las historietas lo cautivaron como luego lo harían los libros y las artes
visuales. A temprana edad descubrió que él también podía crear sobre papel:
dibujaba con talento y cuando en 1965 inició sus estudios en Arquitectura, los
planos fueron una extensión de su propia creatividad. Gran parte de su vida, más
de cuatro décadas, la dedicó a un sinnúmero de proyectos arquitectónicos, el
último de los cuales sería la casa de Maura en El Salitre, que nos entregó en
diciembre de 2013.
Una casa representada según los códices mexicanos es el símbolo
al que recurrió al diseñar los emblemas de las facultades de Arquitectura y
Humanidades, identidades gráficas que si bien han sido modificadas conservan la
huella del lenguaje que Francisco delineó: la construcción del conocimiento en
el aula. Arquitecto y coleccionista, se dedicó por más de dos décadas al arte
de la encuadernación cuando, quizás a finales de los ochenta, una imprenta
toluqueña arruinó una colección suya de fascículos que debió haber sido cosida
en cuadernillos. Se propuso entonces aprender a reparar sus libros y para ello
tomó varios cursos en la ciudad de México. La práctica y la vasta bibliografía
que acopió a lo largo del tiempo perfeccionaron su trabajo como maestro
encuadernador y su amor al papel quedó plasmado en su inédito Manual de encuadernación para estudiantes de
la licenciatura en ciencias de la información documental.
Xochiquetzalcalco era su casa: «en la casa de la flor preciosa»
las bellas artes florecieron para habitar el alma de Francisco ante un mundo
que él no terminaba de entender: la deshumanización como estrago se contraponía
a su sensibilidad. Y sin embargo, no abrazó la misantropía. Todo lo contrario:
el aprecio que sentía por nosotros sus amigos era manifiesto y no pocas veces generoso.
Saludaba con júbilo por teléfono cada vez que le llamaban y escuchaba atento a
quienes se encontraba por la calle. Eran momentos de belleza que atesoraba
tanto como haber visitado un museo.
Nos gustaba caminar esta ciudad que a veces hasta odiaba,
casi tanto como el futbol. Francisco nació en 1947 y por lo tanto vivió la
acelerada demolición del patrimonio arquitectónico de Toluca, en aras de una
malentendida modernidad, pues la mentalidad de la gente no cambió y del centro,
desde 1969, no podemos decir que sea histórico. Caminar con él era aprehender
las historias de Toluca. Rememorar los cines que ya no existen, a divas como
María Félix y Marilyn Monroe, y las personas que permanecían en su recuerdo. Todas
las épocas revivían a través de su voz.
La palabra hablaba, huehuetlatolli,
—y la escrita, porque también estuvo
en el taller de poesía de Guillermo Fernández— no era la única con la que
expresaba afecto. Como cocinero era el mejor, y sus pasteles en especial fueron
en varias ocasiones el regalo con el que celebrábamos el cumpleaños de mi
madre. Su última cena de navidad, por cierto, la pasó con Maura y conmigo en
Tlatelolco, apenas en diciembre pasado. Esa noche, además, vimos El
Gran Hotel Budapest, de Wes
Anderson. El cine, desde luego, era una de las aficiones que
compartíamos, y la última vez que fuimos a uno, un mes después, en enero, fue para
ver un documental sobre David Bowie, un personaje, como él, nacido en 1947.
¿Cuáles habrán sido los últimos pensamientos de Francisco
hace diez semanas, mientras caminaba por los Portales, el lugar más emblemático
de Toluca? ¿quizá se mezclaban con alguna música que habrá llegado hasta sus
oídos? ¿algo en la radio, tal vez el anuncio de alguna exposición a la que le
gustaría ir? ¿qué proyectos tenía pendientes? Esa semana le ayudaba a Liudmila
Rosales con su Censo gráfico periferia
Oaxaca, un fotolibro que ya tenía impreso en el colofón la fecha que
también sería la del fallecimiento de nuestro querido y llorado amigo Francisco:
31 de mayo de 2015.
El lunes 1 de junio lo sepultamos en silencio. Hoy
trajimos música de su gusto y una exposición de libros de artista a la que no
hubiera faltado, asiduo como era a asistir a eventos culturales como este, en
los que se le quería. Hoy le rendimos un pequeño pero significativo homenaje para
que su nombre prevalezca en nuestra memoria. Y lo hemos querido hacer en una
casa que no dejará de habitar: la del arte. También estará en nuestros
corazones, aunque no podremos dejar de sentir soledad con su ausencia y
lamentar no haber estado más tiempo con él. La vida nos prodigó la oportunidad
de conocerlo. Amigos como él son insustituibles. Damos aquí la palabra de que
no lo olvidaremos. Y gracias, muchas gracias, Francisco.
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