Las tierras de
Tlalpujahua son de rojo óxido, ocre o gris azuloso, y su verde es antiguo, de
cedros y encinos, escribió el artista plástico Gustavo Bernal Navarro. Con esos
colores pintó, con los de su pueblo natal, un real de minas que también lo fue
de la familia Rayón. La minería y la Independencia pusieron a Tlalpujahua en la
historia, y en sus más de cuatro siglos de laborío, la mina de Dos Estrellas
descolló como ninguna otra en pleno porfiriato. De sus filones, la más
importante fue, por su considerable potencia, la Veta Verde. Otros expoliaron
su riqueza; sembrar cultura, una centuria después, fue la encomienda que se
impuso Bernal, director fundador del Museo Tecnológico Minero, inaugurado en
marzo de 1999. Once esculturas de metal oxidado, una sala de esculturas hechas
de modelos para fundición, tres pinturas murales y una colección de 85 obras
pictóricas son el patrimonio artístico de este museo de sitio, una escultura en
sí mismo. Protegerlo es conservar en el paisaje histórico de Tlalpujahua una
veta que no se ha explorado a profundidad: la Veta Bernal, nuestra Veta Verde.
Sus venas son carbón de tierra y anida en él una lumbre que aviva
e ilumina. La brasa de sus manos retrata al trabajador esforzado, a la mujer
con rebozo, al México que nos despojaron. Los mineros ocupan aquí un lugar
predominante: una docena de cuadros está en el centro de esta colección que, de
forma similar a las del museo, se integró con la determinación del Destino.
Encontró su espacio, su extracción,
entendido como origen.
Hay que excavar también la veta para descubrir las palabras que
imantaban a Gustavo: Libertad, la que da vida; no sólo para crear, sino para
que sus pinturas removieran la maleza en nuestros corazones. Libertad en verde
vivo. Vegetación, maguey, montaña. A veces hasta el cielo es verde como el jade,
y bajo su embeleso perros, coyotes, jaguares, caballos y ángeles son más
humanos que quienes buscan en el infortunio ajeno su propia fortuna.
La suerte, el destino o la diosa fortuna colmaba los sueños de los
gambusinos, decía. En los suyos, Gustavo Bernal se veía como un dragón, como el
guardián del tesoro que un día saldrá a la luz. Veía un parto de soles, el oro
derramado en la bocamina, las tres caras de un minero, las plumas del
Tecnocóatl. Y se entregó a su destino: los últimos quince años de su vida los
dedicó a labrar un museo y, como quien intuye el equilibrio de la geometría o
el fractal en la naturaleza, colgó en él algunas de sus obras, alguna madera a
medio quemar, alguna carretilla suspendida, alguna abstracción onírica. La
colección de Las Dos Estrellas es la última mariposa que reposó en su vista, el
papalote que sigue sosteniendo su mano.
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