martes, 26 de junio de 2012

¿Rebase por la izquierda o retorno?

Este es un país de mala memoria,
todo se olvida, todo se desvanece
Taibo II

Hace exactamente seis años, el 26 de junio, Andrés Manuel López Obrador cerró su campaña en el estado de México, en la Plaza de los Mártires de Toluca. Esa misma noche, convencido de su utilidad, distribuí por correo electrónico un largo texto de diez cuartillas que titulé Un voto razonado. Rescato de él lo que escribí en el último párrafo: «voy a votar por López Obrador; no por el candidato, sino por el político: el único que se yergue frente al salinismo y su perniciosa influencia en la gente del poder. Sus adversarios no son el PAN o el PRI, sino el titiritero: Carlos Salinas, a quien se han doblegado los políticos del país y han puesto en práctica sus dictados neocapitalistas. Ese es el peligro del que hablan: peligro para los privilegiados y los cómplices del saqueo de los bienes nacionales. Ese es el cambio verdadero y es posible en la medida en que, como ciudadanos, contribuyamos al desarrollo de México con nuestro voto para hacer historia y superar la coacción. Eso es lo que necesita nuestra democracia: un giro a la izquierda». Seis años después y más de sesenta mil mexicanos asesinados ante la indiferencia y el beneplácito de Felipe Calderón, quiero plantear una pregunta que clarifique el escenario del 2012: ¿rebase por la izquierda o retorno?
Al candidato López Obrador le han endilgado –antes y ahora– tantos defectos y calumnias que desmentirlos ha sido inútil cuando la verdad no motiva al detractor, sino un odio más bien visceral. No escuchar es negarse a observar la realidad, a montarla a partir de lo que se quiera ver. Esa oleada de constantes ataques fue vista por el escritor Carlos Monsiváis como la que más ha recibido un político desde el malogrado Francisco I. Madero. Si los mexicanos de entonces se equivocaron, ¿por qué los de hoy no habrían de cometer el mismo error? La desinformación previa al movimiento revolucionario es similar al tratamiento informativo de los noticiarios del presente: adolecen de un sesgo malintencionado. Como prueba, recordemos dos acontecimientos destacados del 2011: los jóvenes egipcios que en enero se rebelaron contra el régimen –organizados a través de las redes sociales– fueron vistos por la televisión mexicana como un brote libertario que se extendió por algunos países de Medio Oriente, mientras que el movimiento universitario 132 ha sido acusado de revoltoso e intolerante, y si las acampadas de los indignados en España y Estados Unidos fueron calificadas como protestas sociales dignas de atención, al plantón en Reforma se le condenó sin misericordia y sin concederle validez a sus argumentos.
Y ya que la biografía de López Obrador ha sido blanco de los ataques de la candidata Vázquez Mota, creo conveniente repasarla brevemente, empezando por un rasgo distintivo: la campaña para senador del poeta y museólogo tabasqueño Carlos Pellicer fue su primera participación política, en 1976. Su postulación pretendió prestigiar al Estado mexicano y no importó que no militara en el PRI (de hecho, Pellicer era comunista). Ese vínculo le permitió a López Obrador trabajar con los chontales como delegado del Instituto Nacional Indigenista de 1977 a 1982, año en que Enrique González Pedrero lo incorporó a su equipo de campaña sin que estuviera afiliado al partido mayoritario. Ya como gobernador de Tabasco, lo invitó a presidir el PRI estatal en 1983, cargo que ocuparía por unos meses: dadas sus intenciones de democratizarlo, el ensayo fue interrumpido por el propio González Pedrero al nombrarlo su oficial mayor. Lo sería por un día: a la mañana siguiente renunció y se trasladó al DF para dedicarse a escribir un segundo libro de historia local y su tesis de licenciatura. Un año después, en 1984, inició sus labores en el recién creado Instituto Nacional del Consumidor, dirigido por Clara Jusidman, antecedente de la Profeco, un organismo para la defensa de los derechos económicos de los ciudadanos. Las elecciones presidenciales del 6 de julio de 1988 acabarían por acercar a López Obrador con Cuauhtémoc Cárdenas y el Frente Democrático Nacional, coordinado por Porfirio Muñoz Ledo: en agosto de ese año contendería por la gubernatura de su estado.
A Josefina Vázquez Mota, pues, no solamente le hacen falta clases de matemáticas (Andrés Manuel ha militado en el PRD por más de 23 años) sino también de historia: fue el Partido Acción Nacional quien legitimó a Salinas el 18 de noviembre de 1988 con un acuerdo que se extiende hasta el presente: cogobernar. Las «concertaciones» servirían para ceder gradualmente una parte del poder a los panistas, cuya afinidad ideológica con los neoliberales era ya innegable. A Vázquez Mota se le olvida igualmente que López Obrador no accedió a negociar posiciones como el PAN: en el ’88, el mismo Salinas le ofreció una subsecretaría en el gobierno federal a cambio de su dimisión. Una proposición parecida le presentó el presidente electo Ernesto Zedillo en 1994: una candidatura común entre el PRD y el PRI para la gubernatura de Tabasco. Haber aceptado cualquiera de las dos ofertas habría sido una traición a la transición democrática, por la que 448 perredistas perdieron la vida en esos dos últimos sexenios priistas. Habría, por cierto, que recordar a Heberto Castillo, un hombre de izquierda intachable, cuando se pretende descalificar a los expriistas: «no preguntes ¿de dónde vienes? –decía– sino ¿a dónde vas?» (Proceso, núm. 606). La postulación de Cárdenas en 1987 contribuyó, sin duda, en mayor medida a la causa democrática que el PAN desde su fundación en 1939. Los beneficiados, sin embargo, fueron los neopanistas, quienes arribaron al poder en el 2000.
Ese año López Obrador ganó la jefatura de gobierno del Distrito Federal frente a Santiago Creel. Antes, como presidente nacional del PRD entre 1996 y 1999, hizo competitivo a su partido, el cual desde 1997 administra el DF. Su gestión fue tan exitosa que gobernadores como Enrique Peña Nieto plagiaron sus programas sociales. Con una enorme diferencia: la izquierda los concibe como garantes del derecho de los ciudadanos al bienestar y no, como en tiempos de Salinas y Solidaridad, para el clientelismo político y el chantaje en época de elecciones.
Peña Nieto me recuerda a otro candidato que prometió el cambio: Vicente Fox. Ojalá esta vez aprendamos de la historia: el hombre en campaña no es el mismo que gobierna (el saldo también es palpable en el estado de Nuevo León, con Rodrigo Medina). Comparar el estilo de gobernar de López Obrador en el DF (2000-2005) y Enrique Peña en el estado de México (2005-2011) es un ejercicio que despeja las dudas sobre la austeridad de las finanzas públicas en el primer caso, y el endeudamiento por más de 50 mil millones de pesos en el segundo. Publicitar la imagen del gobernador (a pesar de una disposición legislativa de restringir cualquier promoción personal) nos costó a los mexiquenses en promedio 800 millones de pesos al año para literalmente comprar –como Rodrigo Borgia el papado– la candidatura presidencial, contra el deseo del senador Beltrones.
Contra Peña podrían mencionarse, no sin gravedad, sus infidelidades, las dudas en torno a la muerte de su primera esposa y los asesinatos de su escolta, la cifra más alta de feminicidios en el país y su empeño por impedir la declaratoria de alerta por violencia de género, la compra de 13 de los 29 diputados locales del PAN en marzo de 2001 cuando era secretario de Administración, la impunidad que gozó su tío Arturo Montiel como exgobernador, su pacto con los narcotraficantes que operan en el estado, el hecho de que él y su familia fueran beneficiarios de Procampo entre 1995 y 2009, su incultura o la intolerancia inculcada por el Opus Dei (es licenciado en derecho por la Universidad Panamericana). Dos hechos más sobresalen por la justificada preocupación que generan: la represión a los campesinos de San Salvador Atenco en mayo de 2006 (un acto impune de brutalidad desmedida de la que no ha mostrado arrepentimiento alguno, a la manera de Díaz Ordaz) y su notable debilidad como político, ya que fue incapaz de que su delfín, el presidente municipal Alfredo del Mazo Maza, lo sucediera: Montiel favoreció a Eruviel Ávila imponiendo su voluntad.
Votar por el PRI significaría un regreso a ese pasado represor que creíamos superado (y que hace apenas seis años ya lo teníamos de vuelta, con un anticuado peinado). Un voto por Peña es, efectivamente, sufragar por la imagen que se proyecta en una pantalla. Detrás no hay nada. Peña es el instrumento de intereses más poderosos. Los grandes capitales se frotan las manos cuando el candidato priista repite de memoria el discurso de sus asesores, convertidos en guionistas de telenovela y mercadotecnia: saben lo que sabía Adolfo Aguilar Zínser de Fox: Vicente no existe –decía– «pertenece a quien lo habita».
¿Quién está detrás de Peña Nieto? La respuesta más obvia sería Televisa, pero el poder económico no arriesga sus inversiones si no cuenta con un político que los proteja. Podría decirse que Carlos Salinas es el villano más socorrido; no parece tan inocente cuando se le desenmascara: para conseguir que la candidatura presidencial recayera en Miguel de la Madrid en 1981, Salinas y los tecnócratas de la Secretaría de Programación y Presupuesto dieron cifras distintas a las de David Ibarra, secretario de Hacienda, sobre el manejo de la economía y sus variables, lo que forzó a José López Portillo a optar por ese grupo político para controlar la crisis financiera. El régimen mutó monstruosamente su modelo económico a partir de una mentira.
De la Madrid le devolvió el favor en 1987. Luego del fraude electoral, Salinas se empeñó en exhibir su obsesión por el poder: contra el pacto federal y la democracia, removió como ningún otro presidente a gobernadores en funciones y electos; aplicó reformas neoliberales a la Constitución, al tiempo que remató las empresas paraestatales. La brecha entre millonarios y pobres se ensanchó hasta la indignación. Su ofuscación condujo al país al despeñadero y el espejismo de su sexenio se hizo añicos con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el 1 de enero de 1994, con la irrupción del Ejército Zapatista. Una mentira más habría de perseguir a Salinas: la crisis económica de diciembre de ‘94 se debió a su negativa a devaluar paulatinamente el peso mexicano frente al dólar.
Enrique Peña no ha tenido empacho en elogiar a Salinas: en su libro propagandístico «México, la gran esperanza» (escrito por Aurelio Nuño, pero firmado con su nombre) se atrevió a decir de él que tuvo un «liderazgo audaz y responsable». No es de extrañar: su estratega es Luis Videgaray, un economista cercano a Pedro Aspe, secretario de Hacienda salinista: de 1992 a ’94 fue su asesor y desde 1998 su colaborador en la consultoría Protego. Fue precisamente Videgaray quien declaró a The Wall Street Journal en abril pasado que la primera acción de gobierno de Peña sería abrir Pemex, uno de los pocos patrimonios que nos queda a los mexicanos. No es casual tampoco que en el estado de México haya seis y medio millones de pobres y más de un millón y cuarto de habitantes en extrema pobreza (más de doscientos mil se suman cada año): el saldo del sexenio peñista es lucrativo para sus propias aspiraciones: la gente de escasos recursos y mínima educación es la que vota por el PRI, bajo coacción o engaño. No hay que olvidar que el Pronasol fue un invento de Salinas para legitimarse, un programa asistencialista (por no decir una limosna) que sería rebautizado como Progresa y Oportunidades. La desigualdad social ha sido la misma con el PRI y con el PAN. Realmente no ha habido alternancia política en México.
Casi 24 años han pasado desde ese miércoles 6 de julio. Quisiera decir que es un país distinto, como presume Peña en su más reciente spot televisivo, pero nuestra cotidianidad tiene una respuesta pesimista para cada uno. Los problemas que vivimos, sin embargo, se deben al país que nos dejó el PRI en el 2000: un país de simulaciones donde la justicia se inclinaba al mejor postor. Ese lastre no lo resolvió el PAN en doce años: no porque dos periodos fueran insuficientes, sino porque no se propusieron cambiar al sistema. La impunidad reinó, lo mismo para sus correligionarios que para los delincuentes de cuello blanco. Esa irritación que sienten los ciudadanos es similar a la insatisfacción de los propios panistas hacia sus presidentes: basta poner como evidencia que Santiago Creel no fue el candidato en 2006, ni Ernesto Cordero en 2012.
Cabe recordar también que de las cuatro contiendas presidenciales que preceden a la actual, sólo en la del 2000 queda fuera de duda su limpieza. Doce años después el PRI prefiere concurrir a la vieja usanza: comprar votos, espacios publicitarios y prensa, sabiendo que el IFE hará poco o nada contra quien sobrepase el tope de gastos de campaña (el caso más emblemático es el de Tabasco, cuando en 1994 Roberto Madrazo derrochó 240 millones de pesos, siendo el límite 4). Aunado a ello, su voto duro aventaja al de los demás partidos y el de castigo no se quedará atrás. Las esperanzas de quienes queremos otro México se reducen a dos: el voto útil al candidato mejor posicionado para disputarle a Peña la banda presidencial y la votación de los indecisos, expuestos a los spots en contra de López Obrador (o tácticas tan viles como hablar de los gasolinazos, cuando 94 diputados del PRI, incluida la candidata Martha Hilda González, los aprobaron en 2007).
En el primer caso, es ocioso dedicarle siquiera atención a Vázquez Mota (peor aún, a Quadri): su tercer lugar es innegable y votar por ella sería un desperdicio. Quisiera recalcar, no obstante, lo desacertada que ha sido su campaña, trayendo a la memoria solamente un ejemplo: en algún momento quiso equipararse a tres mujeres que asumieron el cargo de presidente: la chilena Michelle Bachelet, la argentina Cristina Fernández y la brasileña Dilma Rousseff. La analogía queda descartada al instante: todas ellas son de izquierda. En el segundo caso quisiera apelar a la verdad histórica: evocarla es crucial cuando un retorno tan deplorable se cierne sobre nuestro país. En España pasaron veinte años desde la muerte de Franco para que la derecha volviera al poder, los mismos que gobernaron demócrata-cristianos y socialistas en Chile. Incluso Perú se negó, en el 2011, a volver al fujimorismo: en lugar de Keiko eligió a Ollanta Humala, quien se postulaba por segunda ocasión. Un retorno al PRI sería una vergüenza. Como diría Muñoz Ledo: «sin memoria no hay democracia». ¿En verdad queremos volver a esa época en que el presidente López Mateos ordenaba el encarcelamiento de Demetrio Vallejo, Valentín Campa y David Alfaro Siqueiros, el asesinato de Rubén Jaramillo y designaba como su sucesor a Díaz Ordaz? Mientras los opositores dudan por quién votar, los neoliberales no lo piensan dos veces. La izquierda y los simpatizantes del PAN no tienen opción: deben unirse.
Sé que un voto vale lo mismo si es de alguien convencido o de un elector que recibió a cambio una despensa o dinero en efectivo. Pero votar a partir del razonamiento es clave para fortalecer nuestra sociedad. No con las vísceras, sino con los sesos. El candidato de la izquierda tuvo quizá la mejor gestión al frente del DF y no hubo lucha de clases, su proyecto de nación es viable y la honestidad de los hombres y las mujeres que lo respaldan es la garantía de que su gabinete trabajará por México: Marcelo Ebrard en gobernación, Juan Ramón de la Fuente en educación, René Drucker en ciencia, José Agustín Ortiz Pinchetti en trabajo, Cuauhtémoc Cárdenas en Pemex, Bernardo Bátiz en la procuraduría federal, Manuel Mondragón y Kalb en seguridad pública y Manuel Clouthier como contralor, por mencionar algunos de sus principales colaboradores.
No creo que los pequeños detalles deban definir un voto: pensar en un candidato perfecto es pedirle a la política que se aparte de la realidad y se constriña a nuestros deseos. Y por el contrario, ilusionarse en las apariencias es tan ingenuo como creerle a Peña Nieto y su eslogan populista de «Vas a ganar más»: ¿por qué no hizo en el estado de México lo que promete para la nación? No se puede confiar en quien tuvo el poder y no lo ejerció en beneficio del pueblo. «La única posibilidad de una renovación, a pesar del candidato, es con la izquierda», declaró Carlos Fuentes en enero pasado. Estoy convencido que votar por López Obrador es darle a nuestro país la oportunidad de igualdad, justicia y educación. La desunión sólo facilitaría el retorno del PRI. El cambio verdadero está en nuestro voto.


Christian Ordóñez Bueno (1975). Originario de El Oro, estado de México. Ha sido corrector de estilo, bibliotecario, empleado de una librería y un videoclub y articulista del semanario El Manifiesto. Estudió la licenciatura en ciencias de la información documental en la Facultad de Humanidades de la UAEM. En 1997 obtuvo el Premio Nezahualcóyotl de Poesía por Caja de resonancia y otros poemas. Cofundador de las radiodifusoras XHUAX-FM 99.7 y XHGEM-FM 91.7 en 2007 y 2008, fue jefe de programación musical de Radio Mexiquense Metepec de febrero de 2009 a mayo de 2011. Actualmente es jefe del taller editorial del museo de la antigua mina Las Dos Estrellas, en Tlalpujahua, Michoacán.

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