Este
es un país de mala memoria,
todo
se olvida, todo se desvanece
Taibo II
Hace exactamente seis años, el 26 de junio, Andrés Manuel López
Obrador cerró su campaña en el estado de México, en la Plaza de los Mártires de
Toluca. Esa misma noche, convencido de su utilidad, distribuí por correo electrónico
un largo texto de diez cuartillas que titulé Un voto
razonado. Rescato de él lo que escribí en el último párrafo: «voy a
votar por López Obrador; no por el candidato, sino por el político: el único
que se yergue frente al salinismo y su perniciosa influencia en la gente del
poder. Sus adversarios no son el PAN o el PRI, sino el titiritero: Carlos
Salinas, a quien se han doblegado los políticos del país y han puesto en práctica
sus dictados neocapitalistas. Ese es el peligro del que hablan: peligro para
los privilegiados y los cómplices del saqueo de los bienes nacionales. Ese es
el cambio verdadero y es posible en la medida en que, como ciudadanos,
contribuyamos al desarrollo de México con nuestro voto para hacer historia y
superar la coacción. Eso es lo que necesita nuestra democracia: un giro a la
izquierda». Seis años después y más de sesenta mil mexicanos asesinados ante la
indiferencia y el beneplácito de Felipe Calderón, quiero plantear una pregunta
que clarifique el escenario del 2012: ¿rebase por la izquierda o retorno?
Al candidato López Obrador le han
endilgado –antes y ahora– tantos defectos y calumnias que desmentirlos ha sido
inútil cuando la verdad no motiva al detractor, sino un odio más bien visceral.
No escuchar es negarse a observar la realidad, a montarla a partir de lo que se
quiera ver. Esa oleada de constantes ataques fue vista por el escritor Carlos
Monsiváis como la que más ha recibido un político desde el malogrado Francisco
I. Madero. Si los mexicanos de entonces se equivocaron, ¿por qué los de hoy no
habrían de cometer el mismo error? La desinformación previa al movimiento
revolucionario es similar al tratamiento informativo de los noticiarios del presente:
adolecen de un sesgo malintencionado. Como prueba, recordemos dos
acontecimientos destacados del 2011: los jóvenes egipcios que en enero se
rebelaron contra el régimen –organizados a través de las redes sociales– fueron
vistos por la televisión mexicana como un brote libertario que se extendió por
algunos países de Medio Oriente, mientras que el movimiento universitario 132
ha sido acusado de revoltoso e intolerante, y si las acampadas de los
indignados en España y Estados Unidos fueron calificadas como protestas
sociales dignas de atención, al plantón en Reforma se le condenó sin
misericordia y sin concederle validez a sus argumentos.
Y ya que la biografía de López Obrador ha
sido blanco de los ataques de la candidata Vázquez Mota, creo conveniente repasarla
brevemente, empezando por un rasgo distintivo: la campaña para senador del
poeta y museólogo tabasqueño Carlos Pellicer fue su primera participación
política, en 1976. Su postulación pretendió prestigiar al Estado mexicano y no
importó que no militara en el PRI (de hecho, Pellicer era comunista). Ese
vínculo le permitió a López Obrador trabajar con los chontales como delegado
del Instituto Nacional Indigenista de 1977 a 1982, año en que Enrique González
Pedrero lo incorporó a su equipo de campaña sin que estuviera afiliado al
partido mayoritario. Ya como gobernador de Tabasco, lo invitó a presidir el PRI
estatal en 1983, cargo que ocuparía por unos meses: dadas sus intenciones de
democratizarlo, el ensayo fue interrumpido por el propio González Pedrero al
nombrarlo su oficial mayor. Lo sería por un día: a la mañana siguiente renunció
y se trasladó al DF para dedicarse a escribir un segundo libro de historia
local y su tesis de licenciatura. Un año después, en 1984, inició sus labores
en el recién creado Instituto Nacional del Consumidor, dirigido por Clara
Jusidman, antecedente de la Profeco, un organismo para la defensa de los
derechos económicos de los ciudadanos. Las elecciones presidenciales del 6 de
julio de 1988 acabarían por acercar a López Obrador con Cuauhtémoc Cárdenas y
el Frente Democrático Nacional, coordinado por Porfirio Muñoz Ledo: en agosto
de ese año contendería por la gubernatura de su estado.
A Josefina Vázquez Mota, pues, no
solamente le hacen falta clases de matemáticas (Andrés Manuel ha militado en el
PRD por más de 23 años) sino también de historia: fue el Partido Acción
Nacional quien legitimó a Salinas el 18 de noviembre de 1988 con un acuerdo que
se extiende hasta el presente: cogobernar. Las «concertaciones» servirían para
ceder gradualmente una parte del poder a los panistas, cuya afinidad ideológica
con los neoliberales era ya innegable. A Vázquez Mota se le olvida igualmente
que López Obrador no accedió a negociar posiciones como el PAN: en el ’88, el
mismo Salinas le ofreció una subsecretaría en el gobierno federal a cambio de
su dimisión. Una proposición parecida le presentó el presidente electo Ernesto
Zedillo en 1994: una candidatura común entre el PRD y el PRI para la
gubernatura de Tabasco. Haber aceptado cualquiera de las dos ofertas habría
sido una traición a la transición democrática, por la que 448 perredistas
perdieron la vida en esos dos últimos sexenios priistas. Habría, por cierto,
que recordar a Heberto Castillo, un hombre de izquierda intachable, cuando se pretende
descalificar a los expriistas: «no preguntes ¿de dónde vienes? –decía– sino ¿a
dónde vas?» (Proceso, núm. 606).
La postulación de Cárdenas en 1987 contribuyó, sin duda, en mayor medida a la
causa democrática que el PAN desde su fundación en 1939. Los beneficiados, sin
embargo, fueron los neopanistas, quienes arribaron al poder en el 2000.
Ese año López Obrador ganó la jefatura de
gobierno del Distrito Federal frente a Santiago Creel. Antes, como presidente
nacional del PRD entre 1996 y 1999, hizo competitivo a su partido, el cual
desde 1997 administra el DF. Su gestión fue tan exitosa que gobernadores como
Enrique Peña Nieto plagiaron sus programas sociales. Con una enorme diferencia:
la izquierda los concibe como garantes del derecho de los ciudadanos al
bienestar y no, como en tiempos de Salinas y Solidaridad, para el clientelismo
político y el chantaje en época de elecciones.
Peña Nieto me recuerda a otro candidato
que prometió el cambio: Vicente Fox. Ojalá esta vez aprendamos de la historia:
el hombre en campaña no es el mismo que gobierna (el saldo también es palpable
en el estado de Nuevo León, con Rodrigo Medina). Comparar el estilo de gobernar
de López Obrador en el DF (2000-2005) y Enrique Peña en el estado de México
(2005-2011) es un ejercicio que despeja las dudas sobre la austeridad de las
finanzas públicas en el primer caso, y el endeudamiento por más de 50 mil
millones de pesos en el segundo. Publicitar la imagen del gobernador (a pesar
de una disposición legislativa de restringir cualquier promoción personal) nos
costó a los mexiquenses en promedio 800 millones de pesos al año para
literalmente comprar –como Rodrigo Borgia el papado– la candidatura
presidencial, contra el deseo del senador Beltrones.
Contra Peña podrían mencionarse, no sin gravedad,
sus infidelidades, las dudas en torno a la muerte de su primera esposa y los
asesinatos de su escolta, la cifra más alta de feminicidios en el país y su
empeño por impedir la declaratoria de alerta por violencia de género, la compra
de 13 de los 29 diputados locales del PAN en marzo de 2001 cuando era
secretario de Administración, la impunidad que gozó su tío Arturo Montiel como
exgobernador, su pacto con los narcotraficantes que operan en el estado, el
hecho de que él y su familia fueran beneficiarios de Procampo entre 1995 y
2009, su incultura o la intolerancia inculcada por el Opus Dei (es licenciado
en derecho por la Universidad Panamericana). Dos hechos más sobresalen por la
justificada preocupación que generan: la represión a los campesinos de San
Salvador Atenco en mayo de 2006 (un acto impune de brutalidad desmedida de la
que no ha mostrado arrepentimiento alguno, a la manera de Díaz Ordaz) y su
notable debilidad como político, ya que fue incapaz de que su delfín, el
presidente municipal Alfredo del Mazo Maza, lo sucediera: Montiel favoreció a
Eruviel Ávila imponiendo su voluntad.
Votar por el PRI significaría un regreso a
ese pasado represor que creíamos superado (y que hace apenas seis años ya lo
teníamos de vuelta, con un anticuado peinado). Un voto por Peña es,
efectivamente, sufragar por la imagen que se proyecta en una pantalla. Detrás
no hay nada. Peña es el instrumento de intereses más poderosos. Los grandes
capitales se frotan las manos cuando el candidato priista repite de memoria el
discurso de sus asesores, convertidos en guionistas de telenovela y
mercadotecnia: saben lo que sabía Adolfo Aguilar Zínser de Fox: Vicente no
existe –decía– «pertenece a quien lo habita».
¿Quién está detrás de Peña Nieto? La
respuesta más obvia sería Televisa, pero el poder económico no arriesga sus
inversiones si no cuenta con un político que los proteja. Podría decirse que
Carlos Salinas es el villano más socorrido; no parece tan inocente cuando se le
desenmascara: para conseguir que la candidatura presidencial recayera en Miguel
de la Madrid en 1981, Salinas y los tecnócratas de la Secretaría de
Programación y Presupuesto dieron cifras distintas a las de David Ibarra,
secretario de Hacienda, sobre el manejo de la economía y sus variables, lo que
forzó a José López Portillo a optar por ese grupo político para controlar la
crisis financiera. El régimen mutó monstruosamente su modelo económico a partir
de una mentira.
De la Madrid le devolvió el favor en 1987.
Luego del fraude electoral, Salinas se empeñó en exhibir su obsesión por el
poder: contra el pacto federal y la democracia, removió como ningún otro
presidente a gobernadores en funciones y electos; aplicó reformas neoliberales
a la Constitución, al tiempo que remató las empresas paraestatales. La brecha
entre millonarios y pobres se ensanchó hasta la indignación. Su ofuscación
condujo al país al despeñadero y el espejismo de su sexenio se hizo añicos con
la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el 1 de
enero de 1994, con la irrupción del Ejército Zapatista. Una mentira más habría
de perseguir a Salinas: la crisis económica de diciembre de ‘94 se debió a su
negativa a devaluar paulatinamente el peso mexicano frente al dólar.
Enrique Peña no ha tenido empacho en
elogiar a Salinas: en su libro propagandístico «México, la gran esperanza»
(escrito por Aurelio Nuño, pero firmado con su nombre) se atrevió a decir de él
que tuvo un «liderazgo audaz y responsable». No es de extrañar: su estratega es
Luis Videgaray, un economista cercano a Pedro Aspe, secretario de Hacienda
salinista: de 1992 a ’94 fue su asesor y desde 1998 su colaborador en la
consultoría Protego. Fue precisamente Videgaray quien declaró a The Wall Street Journal en abril pasado
que la primera acción de gobierno de Peña sería abrir Pemex, uno de los pocos
patrimonios que nos queda a los mexicanos. No es casual tampoco que en el
estado de México haya seis y medio millones de pobres y más de un millón y
cuarto de habitantes en extrema pobreza (más de doscientos mil se suman cada
año): el saldo del sexenio peñista es lucrativo para sus propias aspiraciones:
la gente de escasos recursos y mínima educación es la que vota por el PRI, bajo
coacción o engaño. No hay que olvidar que el Pronasol fue un invento de Salinas
para legitimarse, un programa asistencialista (por no decir una limosna) que
sería rebautizado como Progresa y Oportunidades. La desigualdad social ha sido
la misma con el PRI y con el PAN. Realmente no ha habido alternancia política
en México.
Casi 24 años han pasado desde ese
miércoles 6 de julio. Quisiera decir que es un país distinto, como presume Peña
en su más reciente spot televisivo,
pero nuestra cotidianidad tiene una respuesta pesimista para cada uno. Los
problemas que vivimos, sin embargo, se deben al país que nos dejó el PRI en el
2000: un país de simulaciones donde la justicia se inclinaba al mejor postor.
Ese lastre no lo resolvió el PAN en doce años: no porque dos periodos fueran
insuficientes, sino porque no se propusieron cambiar al sistema. La impunidad
reinó, lo mismo para sus correligionarios que para los delincuentes de cuello
blanco. Esa irritación que sienten los ciudadanos es similar a la
insatisfacción de los propios panistas hacia sus presidentes: basta poner como
evidencia que Santiago Creel no fue el candidato en 2006, ni Ernesto Cordero en
2012.
Cabe
recordar también que de las cuatro contiendas presidenciales que preceden a la
actual, sólo en la del 2000 queda fuera de duda su limpieza. Doce años después
el PRI prefiere concurrir a la vieja usanza: comprar votos, espacios
publicitarios y prensa, sabiendo que el IFE hará poco o nada contra quien
sobrepase el tope de gastos de campaña (el caso más emblemático es el de
Tabasco, cuando en 1994 Roberto Madrazo derrochó 240 millones de pesos, siendo
el límite 4). Aunado a ello, su voto duro aventaja al de los demás partidos y
el de castigo no se quedará atrás. Las esperanzas de quienes queremos otro
México se reducen a dos: el voto útil al candidato mejor posicionado para
disputarle a Peña la banda presidencial y la votación de los indecisos,
expuestos a los spots en contra de López Obrador (o tácticas tan viles
como hablar de los gasolinazos, cuando 94 diputados del PRI, incluida la
candidata Martha Hilda González, los aprobaron en 2007).
En el primer caso, es ocioso dedicarle siquiera
atención a Vázquez Mota (peor aún, a Quadri): su tercer lugar es innegable y
votar por ella sería un desperdicio. Quisiera recalcar, no obstante, lo
desacertada que ha sido su campaña, trayendo a la memoria solamente un ejemplo:
en algún momento quiso equipararse a tres mujeres que asumieron el cargo de
presidente: la chilena Michelle Bachelet, la argentina Cristina Fernández y la
brasileña Dilma Rousseff. La analogía queda descartada al instante: todas ellas
son de izquierda. En el segundo caso quisiera apelar a la verdad histórica:
evocarla es crucial cuando un retorno tan deplorable se cierne sobre nuestro
país. En España pasaron veinte años desde la muerte de Franco para que la
derecha volviera al poder, los mismos que gobernaron demócrata-cristianos y
socialistas en Chile. Incluso Perú se negó, en el 2011, a volver al
fujimorismo: en lugar de Keiko eligió a Ollanta Humala, quien se postulaba por
segunda ocasión. Un retorno al PRI sería una vergüenza. Como diría Muñoz Ledo:
«sin memoria no hay democracia». ¿En verdad queremos volver a esa época en que
el presidente López Mateos ordenaba el encarcelamiento de Demetrio Vallejo,
Valentín Campa y David Alfaro Siqueiros, el asesinato de Rubén Jaramillo y
designaba como su sucesor a Díaz Ordaz? Mientras los opositores dudan por quién
votar, los neoliberales no lo piensan dos veces. La izquierda y los
simpatizantes del PAN no tienen opción: deben unirse.
Sé que un voto vale lo mismo si es de
alguien convencido o de un elector que recibió a cambio una despensa o dinero
en efectivo. Pero votar a partir del razonamiento es clave para fortalecer
nuestra sociedad. No con las vísceras, sino con los sesos. El candidato de la
izquierda tuvo quizá la mejor gestión al frente del DF y no hubo lucha de
clases, su proyecto de nación es viable y la honestidad de los hombres y las
mujeres que lo respaldan es la garantía de que su gabinete trabajará por
México: Marcelo Ebrard en gobernación, Juan Ramón de la Fuente en educación,
René Drucker en ciencia, José Agustín Ortiz Pinchetti en trabajo, Cuauhtémoc
Cárdenas en Pemex, Bernardo Bátiz en la procuraduría federal, Manuel Mondragón
y Kalb en seguridad pública y Manuel Clouthier como contralor, por mencionar algunos de sus principales
colaboradores.
No creo que los pequeños detalles deban
definir un voto: pensar en un candidato perfecto es pedirle a la política que
se aparte de la realidad y se constriña a nuestros deseos. Y por el contrario,
ilusionarse en las apariencias es tan ingenuo como creerle a Peña Nieto y su
eslogan populista de «Vas a ganar más»: ¿por qué no hizo en el estado de México
lo que promete para la nación? No se puede confiar en quien tuvo el poder y no
lo ejerció en beneficio del pueblo. «La única posibilidad de una renovación, a
pesar del candidato, es con la izquierda», declaró Carlos Fuentes en enero
pasado. Estoy convencido que votar por López Obrador es darle a nuestro país la
oportunidad de igualdad, justicia y educación. La desunión sólo facilitaría el
retorno del PRI. El cambio verdadero está en nuestro voto.
Christian Ordóñez
Bueno (1975). Originario
de El Oro, estado de México. Ha sido corrector de estilo, bibliotecario,
empleado de una librería y un videoclub y articulista del semanario El Manifiesto. Estudió la licenciatura
en ciencias de la información documental en la Facultad de Humanidades de la UAEM.
En 1997 obtuvo el Premio Nezahualcóyotl de Poesía por Caja de resonancia y
otros poemas. Cofundador de las radiodifusoras XHUAX-FM 99.7 y XHGEM-FM 91.7
en 2007 y 2008, fue jefe de programación musical de Radio Mexiquense Metepec de
febrero de 2009 a mayo de 2011. Actualmente es jefe del taller editorial del
museo de la antigua mina Las Dos Estrellas, en Tlalpujahua, Michoacán.
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