miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Quién lee (en) la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario?

¿Qué perdurará de las conmemoraciones por los doscientos años del inicio de la guerra de independencia? El derroche mediático subsiste moribundo: vacío sustancialmente, no fue sino un enriquecimiento para quienes cobraron por darle al gobierno un retoque propagandístico. Gasto en la imagen, en el diseño, en la parafernalia. ¿Quién recordará con alegría el shalalá de Aleks Syntek, Jaime López y Leoncio Lara? Sólo desde el poder esas expresiones artísticas tienen algún sentido: si fue una obra por encargo debe poseer, a fuerza de autoconvencimiento, un valor superlativo.
Del gobierno federal se criticó el desembolso de miles de millones de pesos en un espectáculo que a pocos satisfizo, reacción similar a las acciones que Calderón ha emprendido con una egomanía desmedida, como el tamaño del Coloso. Sellar con el logotipo oficial el presente es, quizá, la ambición de cualquier gobernante para asegurarse de que todo le pertenece y su periodo no perecerá. En la capital mexiquense eso es cierto no sólo en ese «moderno» esperpento, equiparable a la Puerta Tolotzin, conocido como las Torres Bicentenario (150 millones de pesos y 65 metros de altura), inaugurado apresuradamente el 15 de septiembre pasado, sino también en los portales construidos por el actual ayuntamiento de Toluca: edificaciones convertidas en emblemas de un personaje y de una aspiración, obra monumental para extenderse más allá: al papel, por ejemplo, con un programa editorial –el de Compromiso– superior en números a cualquier otro proyecto parecido, para sobresalir al menos en eso: en el dispendio.
El Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal (CEAPE), creado formalmente el 31 de mayo de 1996 por acuerdo del Ejecutivo, volcó sus esfuerzos en intensificar la producción editorial de la Secretaría de Educación con el bicentenario como animador y la llegada de José Alejandro Vargas Castro como secretario técnico, el 9 de julio de 2007, cargo del que se separó en septiembre de 2010 para asumir la presidencia de El Colegio Mexiquense. La cifra de títulos publicados a la fecha rebasa los trescientos. No será este el espacio donde se ventile la transparencia de los recursos utilizados para alcanzar esa meta. El juicio pesará sobre el cuestionamiento del que pretenda hojear tres libros editados en noviembre de 2009: ¿quién los leyó en la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario?
Los números 5, 8 y 11 de la colección Mayor, serie Letras, son el primer, segundo y tercer lugar en el género de poesía del certamen internacional de literatura «Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz», edición 2009, otorgados por un jurado integrado por Hugo Gutiérrez Vega, Coral Bracho y David Huerta; los ganadores fueron Eduardo Casar (DF, 1952), Manuel Andrade (DF, 1957) y Jesús Bartolo (Atoyac de Álvarez, 1970), respectivamente. Ediciones para no leerse, gracias al concepto editorial y diagramático de Maresa Oskam-Roux y Hugo Ortiz: al abrirlas –página 13 (de 176) en Grandes maniobras en miniatura; 9 (de 176) en Partes de vida; y 15 (de 112) en Diente de león– el lector deberá girar el libro 90 grados a la derecha y usar ambas manos para continuar la lectura. ¿Cuál de los márgenes es el superior? Para la portada, la dedicatoria, el epígrafe, los títulos, el índice y el colofón, la encuadernación está, como debe ser, a la izquierda, pero para el poemario está arriba. Un solo y largo poema si no se observa el margen exterior (¿o es el superior?). En el e-book disponible en la página web del CEAPE (a la que, por cierto, le falta el acostumbrado apartado de transparencia con que cuentan los sitios gubernamentales) eso ni siquiera es posible: quien debe girar la cabeza es el internauta.
3 mil ejemplares multiplicados por 3 prácticamente tirados a la basura. Pero qué importa. Como diría Gabriel Zaid en Los demasiados libros (Océano, 1996): hay libros que no son para leer, sino para tenerlos a la vista y exhibirlos como una sala de trofeos. Un tapiz, para quienes diseñan y no han leído lo que el propio Zaid advierte: «el mayor costo de un libro es el costo de equivocarse». ¿Para qué cambiar el diseño en estos tres títulos, si ya se había publicado una antología poética de Dolores Castro ese mismo año con el encuadernado habitual? ¿y por qué en los libros de poesía y no en los de novela, cuento, dramaturgia o ensayo? El capricho de imponer un diseño impráctico –y desdeñar, así, la poesía– aparentemente pasó inadvertido para el secretario técnico y el directorio que aparece en la página legal, pues no hubo ningún impedimento para que las ediciones salieran de la imprenta con la bendición de dos analfabetas funcionales: ¿o cómo llamar a los diseñadores, si en cualquier manual de tipografía pudieron leer sobre el tamaño y la forma de las páginas de un libro? Los autores, como era de esperarse, llevaron su queja al público: al presentarse en la XXXI Feria de Minería, Manuel Andrade (quien trabajó en la Encyclopædia Britannica, Clío, Océano y Planeta) afirmó categórico: los diseñadores de la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario no leen.
Lo que Zaid llama la superación tecnológica del libro queda arruinada con un error que no es corregido sino parcialmente: si bien el título más reciente de la colección (el 15, Cuerda floja, de Héber Quijano, con un tiraje de mil ejemplares y precio de venta de 100 pesos) fue impreso en agosto de 2010 con una encuadernación lateral, los obstinados diseñadores reincidieron en el número 6 de Gesta: de la página 20 a la 93 insisten en jugar a la innovación sin considerar lo engorroso de la lectura debido al grueso gramaje del papel. Intente, quien quiera torturarse, pasar las páginas hacia arriba o leerlas en pantalla en el sitio de internet.
Alternativas sobran, si se tiene oficio de editor: historietas como las de Mafalda se publican en un formato apaisado, con una encuadernación lateral, para que en el lomo esté a la izquierda y no en la cabeza. Si tanta predilección se tiene por el margen superior, entonces se pudo pensar en una espiral en lugar del lomo; o en un códice, emulando esa coedición que el Instituto de Cultura de la Ciudad de México y Clío hicieran en 1998 de Piedra de sol, de Octavio Paz: como un acordeón, en papel continuo.
No se entiende la publicación de estos tres libros con ese diseño sin preguntarse si los funcionarios del Consejo Editorial leen realmente la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario antes de autorizar su impresión. Qué lejos estamos de esos once ensayos de El libro de los elogios, de Alberto Manguel, impresos por la Universidad Veracruzana en 2004: ¿quién elogiará estas ediciones, si no el propio gobierno que las editó para autoelogiarse?

[publicado en el número 494 del semanario El Manifiesto, el 20 de octubre de 2010]

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Los lectores