jueves, 28 de octubre de 2010

Del malsano interés de lo superfluo en los festivales culturales

Cuesta abajo
¿Hay alguna calle de Toluca libre de baches? A diario transitamos en una ciudad donde las arterias viales están parchadas a más no poder con arreglos poco duraderos. La urgencia generalmente es aplazada o las reparaciones son tan deficientes que el desperdicio del chapopote es tan indolente como la pavimentación misma que padecemos.
En contraste, otros ejercicios del presupuesto se cumplen con una regularidad que, paradójicamente, los ha empobrecido: la oferta cultural de los festivales locales ha dejado mucho que desear este año en que compartieron, en un periodo muy próximo, los mismos eventos, una coincidencia demasiado sospechosa como para no pensar en su contratación como parte de un paquete; el Instituto Mexiquense de Cultura lo ha negado, lo cual –de ser cierto– resulta peor: no hubo descuentos.
El gasto público es, a todas luces, excesivo: se paga por un cartel deslumbrado por la popularidad efímera y desactualizado en propuestas artísticas, que apuesta por el gusto del esnobismo y se ostenta, con el apoyo de los medios oficiales (particularmente los estatales, que apenas el trienio pasado evadieron la cobertura de los festivales organizados por la administración panista en Toluca y la petista en Metepec), como un festín algo que no lo es: los festivales mexiquenses Color y Magia, Quimera y el de las Almas están plagados de actividades de relleno, programadas con el desgano de un burócrata. El de la cultura es un camino no exento de embaucamientos, lo mismo aquí que en otros lados.

Cuesta arriba
Las calles de Tlalpujahua están empedradas. Pueblo minero desde el siglo XVI, declarado pueblo mágico el 27 de julio de 2005, su historia está ligada a la de la explotación, aún en la actualidad: en 2008, una empresa de espectáculos –llamada Spiderland– llegó a tierras michoacanas con la idea de un festival de cine fantástico y de terror como excusa para montarlo –Mórbido, por nombre– en un pueblo, a decir de Pablo Guisa Koestinger, «a la mitad de la nada» (La Jornada Michoacán, 28 de julio, 2008). Evidentemente, el productor ni siquiera conocía el lugar, pero eso no importa cuando se tiene a un cómplice para fundarlo: Miguel Ángel Marín Colín, tlalpujahuense, casualmente hermano de la presidenta de la Asociación de Prestadores de Servidores Turísticos Tlalpuxahuac; lo realmente importante era que tuviera un noble propósito para convencer a los patrocinadores. Pensemos en el cine mexicano y el turismo. Y agreguemos un compromiso más en el cierre del festival: mantener las actividades cinematográficas  durante todo el año en Tlalpujahua (La Jornada Michoacán, 27 de octubre, 2008). Tres falacias: primero, porque cualquier cineclub esquiva fácilmente el calificativo de Demetrio Olivo («El festín de lo chafa», La Voz de Michoacán, 28 de octubre de 2008): ofrecer calidad también denota conocimiento en el género (programar a los Cardona no sólo es de mal gusto: da tanta pena ajena como compararse a Sitges); segundo, porque la cifra de miles de asistentes presumida por el Festival Mórbido es la de los propios residentes, pues el número de turistas es mínimo y las funciones, siendo gratuitas, se vuelven un pasatiempo para el fin de semana;  y tercero, porque, como era de esperarse, no hubo cine todos los martes y viernes 13 como se había prometido. ¿Cómo confiar, además, en una empresa que cancela en la primera edición la proyección de Más carnaza, Litio y Habitaciones para turistas, o que anuncia como gancho publicitario a Carmen Boullosa, Juan Gelman, Carlos Monsiváis y Jesusa Rodríguez y luego no explica su ausencia en el cartel?
¿Cuál es el negocio de un festival tan pobre, con retrospectivas de clásicos que no lo son y pretendidamente alternativo, como el Mórbido? A decir de los propios fundadores, el costo en 2008 fue de 8.5 millones de pesos, cubiertos por los patrocinadores. ¿Cuánto invierten los Mórbidos? Nada: en un oficio dirigido a Moisés García Alvarado, presidente municipal de Tlalpujahua, con fecha del 14 de septiembre pasado, Guisa le solicita para la tercera edición, con un tono más bien de exigencia, la reubicación de puestos ambulantes y no autorizar nuevos para despejar la ruta de escenificación, cerrar el tránsito vehicular para el recorrido con prensa e invitados, la remoción de carteles publicitarios y utilización de pizarrones para propaganda del festival, el préstamo de sillas para las funciones al aire libre, el acondicionamiento, remodelación y limpieza del Teatro Obrero, así como cortinas negras y cortineros, gasolina para la ambulancia de la Cruz Roja y personal para el montaje, carga y descarga durante los cuatro días del festival. ¿Un festival privado solventado por un ayuntamiento? Si es verdadera la derrama económica, ¿no es al pueblo a quién debería beneficiar?
¿Cuánto tiempo más los festivales culturales seguirán tomándole el pelo al público y harán un juego de espejos entre la prensa y los organizadores? Queda un largo camino por recorrer, con baches y sin aplanados, como el asfalto de Toluca.

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