I. Tacones altos
El tumultuoso tedio es idéntico al de cualquier otra sucursal bancaria en día de quincena. El reloj marca las 13:20 horas cuando los bostezos se desdibujan al sonar los acordes de una mujer que se detienen al final de una fila. La cola de la serpiente los hipnotiza; quienes la contemplan no pueden disimular la precipitación de su cautiverio, i el involuntario cascabel llena sus cabezas de las exclamaciones que no pronunciarán en un primer acercamiento. Su belleza provoca gravitación i lascivia; Ella no tarda en darse cuenta que es como un imán i esquiva con seriedad cada mirada. Sus dulces labios mojados son el vestigio de su impaciencia: hoy no quiere mimar a nadie. Pero el desaire es insuficiente para impedir un asedio similar al que siente cuando abre la puerta de su casa: la soledad. Por eso nunca está i se inventa una vida nómada i una neurosis artificial para mantenerse ocupada; el dinero es el mejor pretexto, la apariencia de la felicidad i el analgésico antes de volver a clamar el fragor que silencie la inconformidad en su mente: «si pudiera dejar de pensar»...
II. Blackout
II. Blackout
Si pudiera dejar de pensar en Ella, escribiría sobre los cajeros automáticos, los ocho aburridos años que desperdicié en la escuela, el bajo eléctrico que nunca tuve, el vuelo de un ave acercándose a un escaparate, el hartazgo de la cobertura televisiva de la anunciada muerte de un hombre de 84 años, el contemplativo simulacro de trabajar detrás de un mostrador, las mariposas, los huracanes, la decapitación, la gravidez, la fuerza de gravedad, la sombra de los camarógrafos, la electricidad, el sufrimiento, las manos del cartero, los libros robados, la arqueología de una llamada telefónica, las cafeterías, los meseros, los exámenes reprobados, el nudo de la corbata de un cobrador, las cerraduras falsas, la soledad del escritor, el sedentarismo, el contraespionaje, la extrema pobreza, los quehaceres de la desocupación, el éter i el olvido: ¿de qué podría hablar, si «la existencia es una imperfección»[1] al oírse la monotonía de mi voz?
III. La tristeza de un amor nocturno
Es miércoles i el atardecer se acumula en una sucursal bancaria mientras los rostros de los usuarios desfilan invariablemente impregnados de hastío. Desde las bocinas se desliza una ingenua melodía de los Talking Heads, pero el pausado serpenteo de la clientela es sordo i únicamente atiende el arrastre de las hileras i los timbrazos. This must be the place. «Este debe ser el lugar para leer», deduce El Forastero al desdoblar el diario i hojearlo con detenimiento. Repasa los encabezados i los nombres de los columnistas. No le interesan las noticias de la portada i las páginas nacionales atestiguan la progresión del caos; un reinado en el que no puede intervenir: El Forastero debe conformarse con sus hallazgos de excursionista aparentemente distraído, la coartada perfecta para prolongar su marginalidad: abomina a las élites i no quiere exponerse a sus toxinas de somnolencia, ineptitud i eufemismos; prefiere descubrir el destino de los ciudadanos comunes: enterarse, por ejemplo, de la muerte de una mujer en un asalto bancario i preguntarse qué pensaba Ella justo antes de ser alcanzada por esa bala perdida. «Quizá trataba de no pensar en nada», sugiere El Forastero al ver que los pies fotografiados se libraron de la sábana i la sangre. La impresión subsiste, aunque El Forastero pase de la nota roja a la sección financiera i la lectura le suscite nuevas ideas: al escudriñar los recuadros sobre las repercusiones de los apagones nocturnos, cree conveniente incluir algunos daños inmateriales, como lo serían las historias que jamás serán escritas –o fracasarán, según él– por haberse concebido en medio de un insomnio prematuro. ¿Quién podría refutar esta articulación de dinero i alebrijes?
–¿281? –solicita, desde la caja 6, una voz femenina. No es el turno de El Forastero, pero la interrupción le exige levantar la vista i doblar discretamente el periódico para guardarlo i recurrir a la música portátil. Play. La Cajera, detrás de la ventanilla, inocentemente lo situó en su encierro i precipitó la aparición de la nostalgia al desviar sus pensamientos. «No estoy en Perú y tampoco estoy con mi enamorada», se lamenta El Forastero cuando Tony Levin se interna en sus oídos (oídos parlanchines). Son casi las siete de la noche i la transferencia monetaria es instantánea. Al salir del banco, El Forastero enciende su celular i hace una llamada de larga distancia. Es Ella quien contesta. Es la pronunciación del deseo. Son dos minutos i antes de colgar sonará un beso como un flashazo: esta noche, el destello acariciará su corazón. Este miércoles. Este amor. Y esta tierna tristeza...
IV. Circuito interior
Se fue al cine. Sola. Era sábado i a las seis de la tarde había poca gente en la sala. Las luces todavía estaban encendidas i buscó un asiento en las filas de enmedio. Como siempre, la proyección inició con un «elegante retraso». Las alas del deseo, de Wim Wenders. Ahora la vería con quince años encima i unos anteojos negros. Las imágenes de inmediato escarbaron en su memoria i se desenterraron: las lámparas en los escritorios seguían siendo exquisitas i los ángeles, en la Biblioteca Estatal de Berlín, volvían a inundarse con los murmullos de los lectores i los apuntes del poeta. Adoraba ese pasaje i después de saborearlo no le importó intercambiar un par de mensajes en plena función. El diálogo telegráfico fue espaciado i finalizó cuando Ella subió al autobús i sintió de nuevo la vibración de su teléfono: «Es como tu fobia a los gatos; conducir se ha vuelto para mí una cuestión social comparable a la de bailar: algo aterrador», afirmó su amigo, pero ya no le contestó. El mutismo fue condescendiente, al contrario del tránsito urbano: apenas mermado por la oscuridad. El alumbrado público –sostienen los automovilistas– es regular, aunque en algunos tramos es suplantado por la desquiciada invasión de los anuncios espectaculares. Ciudad de embotellamientos: cansancio, conformismo, dispendio, ruido, frialdad, inmundicia, catalepsia. Y niñas perdidas: una mujer corre desesperada por las calles i llama a gritos a su hija. Es inútil rehuir a la presencia del infortunio... i a sus rebeldes: abriéndose paso entre los pasajeros, una joven carga a su bebé i con la cara pintada de payasa se niega a darse por vencida i trata de sobrevivir. Consigue admiración i unas monedas. «¿Cuántas historias abandonamos a diario?», se pregunta Ella, entristecida, agobiada al comprobar que casi nada ha cambiado desde que tenía quince años i que el dolor la sigue acechando i la taladra por dentro: «Un poco de amargura se cuela en mis ojos», escribirá al acercarse a su casa, para guardarlo i enviar otro: «El cine es mejor que la vida»...
III. La tristeza de un amor nocturno
Es miércoles i el atardecer se acumula en una sucursal bancaria mientras los rostros de los usuarios desfilan invariablemente impregnados de hastío. Desde las bocinas se desliza una ingenua melodía de los Talking Heads, pero el pausado serpenteo de la clientela es sordo i únicamente atiende el arrastre de las hileras i los timbrazos. This must be the place. «Este debe ser el lugar para leer», deduce El Forastero al desdoblar el diario i hojearlo con detenimiento. Repasa los encabezados i los nombres de los columnistas. No le interesan las noticias de la portada i las páginas nacionales atestiguan la progresión del caos; un reinado en el que no puede intervenir: El Forastero debe conformarse con sus hallazgos de excursionista aparentemente distraído, la coartada perfecta para prolongar su marginalidad: abomina a las élites i no quiere exponerse a sus toxinas de somnolencia, ineptitud i eufemismos; prefiere descubrir el destino de los ciudadanos comunes: enterarse, por ejemplo, de la muerte de una mujer en un asalto bancario i preguntarse qué pensaba Ella justo antes de ser alcanzada por esa bala perdida. «Quizá trataba de no pensar en nada», sugiere El Forastero al ver que los pies fotografiados se libraron de la sábana i la sangre. La impresión subsiste, aunque El Forastero pase de la nota roja a la sección financiera i la lectura le suscite nuevas ideas: al escudriñar los recuadros sobre las repercusiones de los apagones nocturnos, cree conveniente incluir algunos daños inmateriales, como lo serían las historias que jamás serán escritas –o fracasarán, según él– por haberse concebido en medio de un insomnio prematuro. ¿Quién podría refutar esta articulación de dinero i alebrijes?
–¿281? –solicita, desde la caja 6, una voz femenina. No es el turno de El Forastero, pero la interrupción le exige levantar la vista i doblar discretamente el periódico para guardarlo i recurrir a la música portátil. Play. La Cajera, detrás de la ventanilla, inocentemente lo situó en su encierro i precipitó la aparición de la nostalgia al desviar sus pensamientos. «No estoy en Perú y tampoco estoy con mi enamorada», se lamenta El Forastero cuando Tony Levin se interna en sus oídos (oídos parlanchines). Son casi las siete de la noche i la transferencia monetaria es instantánea. Al salir del banco, El Forastero enciende su celular i hace una llamada de larga distancia. Es Ella quien contesta. Es la pronunciación del deseo. Son dos minutos i antes de colgar sonará un beso como un flashazo: esta noche, el destello acariciará su corazón. Este miércoles. Este amor. Y esta tierna tristeza...
IV. Circuito interior
Se fue al cine. Sola. Era sábado i a las seis de la tarde había poca gente en la sala. Las luces todavía estaban encendidas i buscó un asiento en las filas de enmedio. Como siempre, la proyección inició con un «elegante retraso». Las alas del deseo, de Wim Wenders. Ahora la vería con quince años encima i unos anteojos negros. Las imágenes de inmediato escarbaron en su memoria i se desenterraron: las lámparas en los escritorios seguían siendo exquisitas i los ángeles, en la Biblioteca Estatal de Berlín, volvían a inundarse con los murmullos de los lectores i los apuntes del poeta. Adoraba ese pasaje i después de saborearlo no le importó intercambiar un par de mensajes en plena función. El diálogo telegráfico fue espaciado i finalizó cuando Ella subió al autobús i sintió de nuevo la vibración de su teléfono: «Es como tu fobia a los gatos; conducir se ha vuelto para mí una cuestión social comparable a la de bailar: algo aterrador», afirmó su amigo, pero ya no le contestó. El mutismo fue condescendiente, al contrario del tránsito urbano: apenas mermado por la oscuridad. El alumbrado público –sostienen los automovilistas– es regular, aunque en algunos tramos es suplantado por la desquiciada invasión de los anuncios espectaculares. Ciudad de embotellamientos: cansancio, conformismo, dispendio, ruido, frialdad, inmundicia, catalepsia. Y niñas perdidas: una mujer corre desesperada por las calles i llama a gritos a su hija. Es inútil rehuir a la presencia del infortunio... i a sus rebeldes: abriéndose paso entre los pasajeros, una joven carga a su bebé i con la cara pintada de payasa se niega a darse por vencida i trata de sobrevivir. Consigue admiración i unas monedas. «¿Cuántas historias abandonamos a diario?», se pregunta Ella, entristecida, agobiada al comprobar que casi nada ha cambiado desde que tenía quince años i que el dolor la sigue acechando i la taladra por dentro: «Un poco de amargura se cuela en mis ojos», escribirá al acercarse a su casa, para guardarlo i enviar otro: «El cine es mejor que la vida»...
V. Tepozán 146
No estoy leyendo: las palabras que busco son invisibles. Están ahí, pero se pierden en la puntuación, los espacios en blanco, los tres centímetros de margen i los subtítulos. Vuelvo al texto: las estampas citadinas tratan de contarme un suceso, un detalle, una escena. Es inútil: el ensamble es endeble i se deshilvana en voz alta. El conjuro de un soplido es suficiente para que la belleza de una mujer sea imperceptible; el amor, diminuto; las divagaciones de un inmigrante sean cada vez más lejanas i la vida asuma su idiosincrasia de caricatura pirata. Es cierto: escribo con el conjuro de un soplido, i las palabras son los dados que mis manos agitan como sonajas. Las colisiones son mi especialidad: soy El Chatarrero. Destartalo mis recuerdos i la ventana del espía; los trituro. Desempolvo los vidrios empañados i me asomo: alguien dejó abierta la puerta de la esquina. Dos novios hablan, pero no se escucha nada. Están parados, con los brazos cruzados. Es una noche fría i los faros de halógeno los obligan a girar. Algo se dicen antes de abrazarse. Ella lo invita a pasar, a cesar el dolor, pero él abre la puerta de su coche i entra: está enfadado. Se agacha i luego regresa a la acera. Los dos discuten; no los entiendo: Ella guarda silencio. Lo abraza i lo besa. Toma su mano mientras él sigue hablando. Vuelve a abrazarlo i se despiden. Un beso como un bocado, borroso como un flash-back. Bocanada. El rastro de las siluetas desaparece. El humo se transforma en hilo i la aguja en bolígrafo. Hincado, al pie de la cama, zurzo las voces que no transcribo. Son una docena desorbitada: las inaudibles, las marginadas; las que se perderán tras un soplo: «todo se construye y se destruye tan rápidamente...»
VI. El hablador
No puedo dejar de sonreír: siempre hay alguien que me pregunta «¿por qué estás tan callado?». «No me gusta hablar» le contestaría, pero las palabras suelen tropezarse con mi boca, no se escuchan o las repito inútilmente: las palabras se tropiezan en mi boca i mi voz –así la imagino– es un borrador (borroso, apenas claro) que espera –en definitiva– el trazo fino de un bolígrafo. La tinta, lentamente, garabatea una nube encima de mí, i adentro sitúa, en sucesivos i convencionales renglones, una idea que despeja mi mente: la escritura se presenta como un camino en línea recta. Hablar, en consecuencia, es su antítesis: una conversación, por ejemplo, exige un mínimo de dos personas, pero no un camino único, ni siquiera para uno de los interlocutores. El diálogo fluye si se dispersa, parece ser la premisa. Los senderos, entonces, se bifurcan i multiplican, pero son inaccesibles para el cero: mi presencia me incomoda. Me incomunica. Prefiero el silencio i la labia de mis manos: hablar por teléfono i chatear. Me apasiona construir i deconstruir las pláticas a partir de una expresión centrífuga (a veces, con la que más uso: nada). No es fácil engancharse: las frases prefabricadas son intercambiables i restrictivas: economizan los mensajes i el tiempo. Sutil antagonismo: la comunicación tiene su propio ritmo i sostenerlo es deseable. Casi posible. La cadencia del juego es una exploración progresiva; i la volatilidad, su límite latente. Bordearlo es la fase substancial. Hipertextualidad, ludopatía i un primitivismo hikikomori: los telefonemas i el ciberespacio son las alternativas vitales del exiliado que soy. Ese flujo discontinuo me confiere una existencia intermitente, i la inercia del sentimentalismo, la dilación, el miedo, la fugacidad, el ansia, la desidia i el aislamiento me convierten, voluntariamente, en un marginado: no me gusta hablar. Me rindo.
VII. Reverberación
¿Era viernes o domingo? El boleto sólo tenía impreso el 23 como el día del concierto. La fila avanzaba deprisa: faltaban cinco minutos para las ocho de la noche. Otra vez llegaba tarde. Lo detestaba: al terminar de subir las escaleras corriendo, su mala condición física le arrebatará los primeros minutos de la atención reservada a la música clásica. Lo odiaba casi tanto como decidirse por un asiento: por eso le había pedido a su amigo que la esperara cerca de gayola. Parecía que él también acababa de llegar: la saludaba desde las butacas de la parte más alta. Le decían El Verde, i aunque habían sido presentados años atrás, su amistad era reciente: un encuentro fortuito i una llamada telefónica tres días después fueron oportunos para profundizar un afecto que hasta entonces sólo era gentil. Se sonrieron al verse i se dieron un beso en la mejilla. Las excusas fueron breves i la intensidad de las luces disminuyó: la sinfonía estaba a punto de iniciar i ya no tuvo tiempo de preguntarle «¿qué crees que hará la gente en el concierto, además de toser?». Mientras estabilizaba su respiración, comenzó a recolectar las cartas de un juego secreto: entre los naipes sobresalían una niña, una fumadora de marihuana, un lector i una mujer adormecida. Miró disimuladamente a su amigo, sentado a la derecha, i notó que las minúsculas expresiones de su boca configuraban un personaje más, Dos Caras: el lado derecho, de disgusto; i el izquierdo, de agrado (caso aparte es su descuidada risa, frecuentemente confundida como una burla o un insulto). Pero el as de la baraja son el violonchelo i La Violonchelista. Los observa arrobada: el magnetismo es hipnótico i la sumerge en una fantasía que se prolonga más allá de los aplausos al final del concierto: estar con Ella. Al salir de la sala, los pasos gradualmente desbaratan las imágenes musicales. Los dos deambulan en silencio i cruzan el vestíbulo. Ella va adelante i toma la batuta: habla. Quiere anticiparse a cualquier cuestionamiento. Anverso i revés: El Verde cree que escucha una voz transparente, opuesta a la suya: borrosa i laberíntica. Está equivocado: Ella seguirá en su juego solitario; desandar el trayecto es impensable i en lugar de compartir su curiosidad metafísica para saber «¿qué instrumento te gustaría ser?», le preguntará:
–¿Es esa una revista pornográfica?
VIII. Reflexiones de un misántropo
El cuestionamiento es erosivo: ¿será verdad que el dinero i la pasión movilizan al mundo? El capitalismo de ficción propaga el sometimiento a una vida dictada por la publicidad; ¿quién podría estar a salvo? Los televisores multiplican los estereotipos sensoriales i los disfrazan de realidad: es la copia de la copia que legitima i desfigura la saturación del vacío i la sociabilización enfermiza. Las apariencias engañan: «la dominación descansa sobre proyectos de igualdad» i entretenimiento; una estafa con tendencias sadomasoquistas para perpetuar el status quo. Las cadenas televisivas narcotizan i desencadenan una adicción estética que transforma la moda en ideología i la obediencia en placer; es la mezcla del dinero i la pasión: ¿qué es la farándula, sino la acumulación de banalidad i codicia? Una rubia de cabello largo sonroja a los camarógrafos de un programa de televisión. No necesita decir nada: la fascinación reside en la expresividad de sus ojos. Un hechizo. Una disolvencia. Y el escándalo se un encierro colectivo: su bikini exhibió la hipocresía social i su propio desconcierto: adoptar la vehemencia de su holograma fue un acto de ingenuidad i un error. Fantasmagoría. La concupiscencia de su lunar es el último residuo de una silente secretaria que provocaba suspiros a granel. Pero no eran por Ella: era el elogio de la actriz amateur i la afición masiva a la pantalla, al antojo; ¿cómo no pudo darse cuenta? Ahora posa desnuda. Doce fotos en nueve páginas i la portada. Falsa sensualidad: una sola sonrisa. Quizá no sepa qué papel interpretar. Por lo pronto, es la víctima de los peinadores i los maquillistas: un desastre equiparable a la selección del vestuario i los accesorios. De la decadencia puede rescatarse un tatuaje. Es difuso, como un débil sonido en la frontera de dos mundos: un unicornio. ¿Qué será lo que lo impulse a volar?
IX. Culiacán
Son manchas de tinta negra i trato de describirlas: el unicornio. El ombligo. La cama. La vergüenza. El triángulo. Las tijeras. El subibaja. Los Cipreses. La corneta. El Tuerto. La llave. La Novia. El beso. La grieta. El corazón. Las bisagras. El sexo de los ángeles. La Sirena. El columpio. La manzana. Los perros i los gatos. El conejo. La luna. La flor. Las rodillas. La escalera. La inyección. La liga. El cepillo de dientes. La vaca. La Ciega. La sangre. La leche. Las nubes. La polinización. El pulque. El vodka. El blúmer. El sacapuntas. La mazorca. El hipocampo. El pulpo. El Proxeneta. La miel. La cuchara. La mano. La Japonesa. Los labios. La torre. La boca i la botella. El Alacrán. La cabalgata. La lengüeta. El agua nublada. El perchero. La escoba. La pajarera. La tuerca i el tornillo. El embrague. El talismán. El arco i la flecha. El velcro. El pavorreal. La silla i el sillón. Los cojines. La carretilla. La rana. El caracol. Y un cerro retorcido: todos los espectros son las variantes de una misma idea.
X. Fascination street
1:17 a.m. El Cronista se rehúsa a tomar un taxi i comienza a caminar. No hay nadie en la calle (los contados automovilistas no cuentan). Sólo le preocupa que los ladridos de los perros se aproximen a él. Es un caminante introspectivo: «rigen lunas vangoguianas» en sus entrañas i al pasar por El Motel piensa en una palabra que lo disecciona: reproducción. De la cuarteadura emergen diez evocaciones: eclipse, barbarie, aspereza, extroversión, marrullería, trama, urdimbre, esperpento, plagio i gourmet. Las murmura. Es un oleaje titubeante. A veces un remolino. «Todo es presencia, todos los siglos son este presente», es el exergo de Octavio Paz en las monedas de 20 pesos (El Cronista tiene una en el bolsillo: su amuleto de la buena suerte, aunque no le funcione). La invocación lo conduce a un callejón sin salida. La espiral imperfecta: una retahíla, punto muerto i ralentí... El encuadre dribla el desorden i vincula la aglomeración con la ausencia. Las murmuraciones se desvanecen. El relato no existe. El defecto está en el procesamiento de la información: extraviarse es habitual en El Cronista. Las reflexiones lo rebasan. La narrativa se desvía i se fractura. El Cronista no es un cazador de historias. Escribe para experimentar un regocijo continuamente fallido: siempre queda algo fuera de la secuencia i del contexto (el noviazgo de H. y G., el baile, el directorio telefónico de Culiacán o un libro conseguido en la librería Al Otro Lado del Espejo). Duplicar i manipular el pasado es una tentación problemática: las reminiscencias ahondan sus huellas en «un presente elástico, de ida y vuelta».[11] Puede ser lunes, martes o jueves, no importa: el daño aparecerá en cualquier momento, cuando la literatura influya en la percepción de El Cronista i se convenza de que alguien lo está persiguiendo. Un lector reproducirá sus pasos i algún narrador registrará su llegada en voz baja: 3:20 a.m. ¿Quién apretará el botón de reinicio?
[Crónica fechada entre el 20 de octubre de 2004 y el 23 de junio de 2005]
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