miércoles, 23 de junio de 2004

Composición 346

Los meses pasan y se desvanecen como el humo del cigarro en el cenicero; como los sueños al despertar: ya no los recuerdas. La alarma del reloj golpea y despega tus ojos. Ya es hora. Ya es tarde. Ya no estás. Caminas y en la calle sigues oyendo su voz: la de ella, la de anoche. Tú no decías nada y enredabas tus dedos en el cordón del teléfono, mientras sus palabras deconstruían la historia de quien creías ser: un hombre noble, recto, sincero y cariñoso. Sabes que ella tiene razón: «No eres nada, nunca fuiste ni serías».* Quizá seas, tal como crees, una lápida; ¿desde cuándo? No sabes dar explicaciones y tampoco logras entender por qué tu soledad no se parece a la de nadie más. En la oficina, en el café o dondequiera que estés, es ella quien habla, no tú. Eres la sombra de tu propia soledad. La pieza de un rompecabezas sin ninguna pieza. Eres extraño, coinciden el vaso, el plato, la cuchara, la mesa y el papel. Escribes y dejas de hacerlo: te pones los audífonos; en la radio, alguien lee algo un poco parecido a lo que estás sintiendo. Sólo un poco.

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