miércoles, 9 de junio de 2004

El falsificador


El falsificador lo es, aunque no se propuso serlo. Mira al televisor como una distracción, pero sus movimientos son los mismos que los del noticiero: una sucesión de reproches, de un cuadro a otro, hasta salir de la pantalla y volver a ella. El televidente sabe que no podrá ser escuchado y con una mezcla de desconfianza y desinterés aprieta un botón y cambia de canal; menos de cinco segundos en cada uno. A eso le llaman libertad de elección. Y sin embargo ninguna imagen lo engancha, ninguna voz. La saturación es, al mismo tiempo, vacío. Quizá por eso no apaga la televisión: siente la necesidad de verse reflejado, de observar, de comunicarse. La vida también es eso: desaparecer sentado en una silla, beber y creer que todo está bien así. O al menos aparentarlo: ir siempre deprisa y estar ocupado; hablar, no dejar de hablar: no vaya a ser que alguien sospeche lo aburrido que eres. No importa que sean frases hechas o lugares comunes; nadie podrá decir, en cambio, que no eres normal. La acumulación es parte de esa normalidad, y hay que añadir ambiciones y modas. Y el miedo a quedar fuera, a no sobrevivir. El falsificador no sabe que está siendo engañado, y su disfraz no es ejemplo de sofisticación; algo peor: cree que esa es su alma. Que todo esto es real. Que al abrir un libro sólo está leyendo. Que su existencia no es la «trama vulgar»* de estas palabras. Que el narrador está mintieron. «Está equivocado». Yo no lo creo.

[*No existes, de Gustavo Cerati y Zeta Bosio]

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