para Miguel
Un poco más de dos horas de vuelo hay entre la Ciudad de México i La Habana. Días, meses i años antes nos formamos una imagen de la isla caribeña. Las noticias i los comentarios en radio, televisión, prensa e internet dan cabida a quienes están a favor o en contra de la revolución de 1959. Dos bandos confrontados que mezclan ferocidad, idealización i temor en sus mentes, como si todo pudiera reducirse al blanco i al negro. La batalla de ideas, dice el gobierno cubano; una dictadura, denuncian los disidentes i el exilio en Miami. «Tú estás mal», se acusan unos a otros. Pocos saben escuchar. Cuando el avión aterriza, todas las palabras se esfuman por la desigualdad. Hablar es una trampa: te dicen lo que quieres oír, para complacerte. Tú escuchas esas voces como si fueran ventiladores i te confunden; no sabes a quién creerle, pero estás seguro de una sola cosa: tu acento te delata i eres sinónimo de divisas, aunque lleves pocos dólares i cargues con tus propios problemas, con tu propia búsqueda del amor. La Habana es para los solitarios i sus pasos perdidos los conducen al ruido, el suficiente para no pensar. Los sonidos de la calle son aislados i a veces parece que sigues en México, excepto por las mujeres: su belleza hierve en tus ojos como el agua en una olla exprés. En la noche, alejado de los centros nocturnos, el faro da vueltas e ignora el insomnio de los hijos de Guillermo Tell, quienes vuelven a la misma conclusión: «ahora le toca al padre la manzana en la cabeza».* Si hubiera manzanas... Hay que comer «en el plato vacío»* i olvidar cualquier sabor, mientras el Che Guevara, como un santo, bendice con su mirada la cotidianidad de los cubanos. La expresión del mítico guerrillero no cambia, está congelada, i uno se pregunta qué diría si viera que las imágenes de los tres canales de televisión no concuerdan con la realidad. La autenticidad se desvanece con la comercialización i se convierte en propaganda, turismo i escenografía. Fuera de cuadro, la desidia desgasta las fachadas i el alma: en el Paseo Martí, una vendedora de cacahuates ya no tiene sueños. Frente al televisor, las masivas concentraciones no producen ninguna reacción, en contraste con las lágrimas que se enjuagan en el aeropuerto i en el cementerio Colón. La vida se escapa i los años pasan (10 ó 97), pero la gente no deja de hablar, casi nunca está callada; la carencia no pudo arrebatarles la boca: incluso las estatuas, como la de John Lennon, quisieran abrirla. Pero preferirías que no lo hicieran: en las últimas imágenes del falso documental de Fernando Pérez Valdés, retumba el mar: una metáfora que podría desembocar en una sola pregunta: «¿cómo será el fin?».*
[*Guillermo Tell, Muro y Monedas al aire, de Carlos Varela]
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