miércoles, 28 de enero de 2004

Tlachaloya, I: Buena Vista Social Club

Hace tiempo que el Club Social de Buena Vista dejó de existir. El lugar fue habilitado, habitado. En la Cuba «comunista» (hay que subrayarlo: entre comillas) cualquier construcción es susceptible de ser reasignada si sus ocupantes la descuidan. Des-cuidan, quise decir, con un guión de por medio; la abandonan, si con esto soy más claro. Las viviendas son insuficientes y los espacios disponibles se transforman en hogares; no importa cuál haya sido su pasado. Nada ni nadie es eterno. Sólo algunas cosas sobreviven; un nombre, por ejemplo: Buena Vista Social Club, cuatro palabras que, juntas, suenan a nostalgia. Una nostalgia, cierto: lejana, pero también distanciada de las definiciones de los diccionarios, relacionadas con la tristeza. No. Aquí hablamos de una fascinación difícil de explicar, cuando ciertas ciudades, apenas las oímos mencionar, captan de inmediato nuestra atención y capturan nuestros sueños. Es el caso de La Habana, vista desde distintos ángulos: la arquitectura, la política, la educación, la ciencia, el sexo, la cultura, el arte, la literatura, la música; sobre todo la música: día y noche, en las calles, y de hecho en todas partes, predominan la salsa (a todo volumen, por supuesto) y las baladas y el pop mexicano. El baile es vital para los cubanos, y uno se pregunta de dónde sale tanta motivación: el cuerpo, concupiscente y sensual, se mueve a pesar de las raciones mensuales. Quizá sea verdad que se pueda vivir de ilusiones. Lástima que sea mirando -inexplicablemente- hacia el norte, a un estilo de vida ficticia. Un espejismo. La gente suele estar fuera de sus casas, y aparentan que están jugando dominó o discutiendo sobre beisbol, pero en realidad esperan. El tiempo parece estar detenido; circulan coches viejos, motocicletas, bicitaxis y remolques convertidos en autobuses («camellos», les dicen). Nadie tiene prisa, y pocos caminan; prefieren seguir esperando. La misma impresión me da la música tradicional, sea de donde sea: es -como la música electrónica- rutinaria y reiterativa, por eso hay que oírla sin prejuicios... desde el extranjero: en 1996 Ry Cooder, con la ayuda de Juan de Marcos González, rastreó y reunió a un grupo de músicos cubanos -casi olvidados- de la época prerrevolucionaria (Ibrahim Ferrer, el admirable pianista Rubén González, Pío Leyva, Manuel Licea Puntillita, Orlando López Cachaíto, Manuel Mirabal Guajiro, Eliades Ochoa, Omara Portuondo, Compay Segundo, Barbarito Torres y Amadito Valdés) y con ellos grabaron un disco inesperado. Nunca habían estado juntos, pero tenían un punto en común: tocaron en el Buena Vista Social Club. ¿Cómo descifrar las razones de su éxito? No lo sé. Sus interpretaciones son arquetípicas y cadenciosas, como la marea arribando al Malecón. Dos años después, a propósito de las sesiones en los estudios de la Egrem y los emotivos conciertos en Ámsterdam y el Carnegie Hall de Nueva York (marzo, abril y julio de 1998, respectivamente), Wim Wenders, con una manufactura impecable y la destacada fotografía de Jörg Widmer, compartió la contemplación de un estoico pueblo que no se resume en catorce canciones y un comentario cinematográfico en la radio. No es fácil entender lo que pasa en Cuba. Tampoco lo es describir el interés causado por la isla caribeña; es mejor abrir los ojos y escuchar la resonancia de su corazón: alegría (diástole), dolor (sístole)...

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