lunes, 26 de enero de 2004

Sobremesa

Una agujeta se desanudó, la del zapato izquierdo. Se agachó para atarla i luego miró su reloj: eran las tres de la tarde, una tarde de abril. Miércoles. Inés Járegui se sirvió la sopa i el guisado; su acompañante no tardarí­a en llegar, i el tiempo de espera ayudarí­a a que los dos platos, como a ella le gustaba, se enfriaran. Lo opuesto sucede con Miguel Alcalá, su esposo: la comida, dice, debe probarse caliente. Por eso, tres veces a la semana comen juntos en casa. Ella es la cocinera, pero no siempre fue así­: se conocieron en la Prepa 1, en una borrachera, i se hicieron novios. Ocho años duró el noviazgo, a pesar de que estudiaron carreras distintas: él, derecho (derecho fiscal, la especialidad); ella, periodismo. Cuatro años de práctica periodística, sin embargo, fueron suficientes para que Inés se desilusionara. El protagonismo de los medios de información, las noticias artificiales i la decadencia de una mecanografía que por la premura tornaba inexpresivo el lenguaje, hicieron que se alejara del ajetreo i cambiara el escritorio de su oficina por la mesa del comedor o el costurero: los mejores lugares para escribir. Tuvo entonces tiempo para publicar (cada mes, como quería) una crónica ensayá­stica en un diario local (bordaba dos o tres renglones por hora a medianoche i en la madrugada). Pasaron otros cuatro años i, lentamente, se dio cuenta que la realidad -esa incógnita- era tema de estudio, i no de vivencias; de esta forma, su matrimonio podí­a verse como un reportaje donde la cocina fue, al principio, el escenario de una improvisación rutinaria después de la cena: las pláticas de sobremesa: el intervalo idóneo para una comunicación que no se interrumpí­a por las diferencias, sino por el sueño o el trabajo. No habí­a gritos, enojos, evasivas o insultos, i tampoco trasladaban las polémicas de sobremesa a la recámara: ahí­ enmudecían i sustituían palabras por caricias. Verbo y carne eran sus alimentos, sería el título; «parece de nota roja», pensó Inés en voz alta, i en ese momento el teléfono sonó con una excitación similar a la suya: era su marido. «No voy a ir», le avisó, i se despidieron. Miguel, en el despacho jurídico Alcalá y Estrada, volteó a ver el papeleo, i detrás, la foto de su boda, la misma que Inés reservaba para esa historia «aburrida», como solía calificarla, i que jamás iba a escribir: detestaba la cursilería i el escándalo, es decir, su propia vida; una vida indómita i obstinada: Inés era perfecta hasta que Miguel la besaba i salía a trabajar. Él, desde luego, no lo sabí­a i volvía a casa atraí­do por el antagonismo; incluso, llevaba a comer a su socio, Guillermo Estrada, para que viera que en su amor las coincidencias estorbaban: así­, por ejemplo, Miguel no compartí­a el entusiasmo de Inés por el cine. «En la música y la literatura las imágenes son sensaciones solitarias, en el cine no», repetí­a ella cada vez que trataba de ir al cine con él. «Que te acompañe una de tus amigas», le respondía, o «espérate a que salga en video y la vemos»... Inés recordaba estas palabras, sin afligirse, cuando llamaron a la puerta: ella se asomó por la mirilla i abrió. Eran las 3:16.-¿Va a venir? -preguntó él.
-Ya sabes que no -i lo invitó a pasar.
Comieron. Más tarde, Inés se quitó el anillo de bodas i lavó los platos.
-¿Cuánto falta para la función?
-Una hora.
Mientras Inés se secaba las manos, Guillermo le preguntó si no se iba a amarrar «esa agujeta», i le señaló el zapato izquierdo. «Ah, sí­. Gracias», le contestó, pero no lo hizo; «no te preocupes», i enseguida salió de la cocina. Regresó descalza. La desnudez de sus pies llegaba hasta la cintura. Guillermo se acercó i la tomó entre sus brazos, la llevó a la mesa i la subió; se desabrochó el pantalón i comenzaron a entenderse, como acostumbraban hacerlo, en un lenguaje que ambos disfrutaban...

[Apertura Universitaria: órgano informativo de la UAEM, Toluca, México, octubre de 2001, año 1, núm. 2, p. 31]

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