Una agujeta se desanudó, la del zapato izquierdo. Se agachó para atarla i luego miró su reloj: eran las tres de la tarde, una tarde de abril. Miércoles. Inés Járegui se sirvió la sopa i el guisado; su acompañante no tardaría en llegar, i el tiempo de espera ayudaría a que los dos platos, como a ella le gustaba, se enfriaran. Lo opuesto sucede con Miguel Alcalá, su esposo: la comida, dice, debe probarse caliente. Por eso, tres veces a la semana comen juntos en casa. Ella es la cocinera, pero no siempre fue así: se conocieron en la Prepa 1, en una borrachera, i se hicieron novios. Ocho años duró el noviazgo, a pesar de que estudiaron carreras distintas: él, derecho (derecho fiscal, la especialidad); ella, periodismo. Cuatro años de práctica periodística, sin embargo, fueron suficientes para que Inés se desilusionara. El protagonismo de los medios de información, las noticias artificiales i la decadencia de una mecanografía que por la premura tornaba inexpresivo el lenguaje, hicieron que se alejara del ajetreo i cambiara el escritorio de su oficina por la mesa del comedor o el costurero: los mejores lugares para escribir. Tuvo entonces tiempo para publicar (cada mes, como quería) una crónica ensayástica en un diario local (bordaba dos o tres renglones por hora a medianoche i en la madrugada). Pasaron otros cuatro años i, lentamente, se dio cuenta que la realidad -esa incógnita- era tema de estudio, i no de vivencias; de esta forma, su matrimonio podía verse como un reportaje donde la cocina fue, al principio, el escenario de una improvisación rutinaria después de la cena: las pláticas de sobremesa: el intervalo idóneo para una comunicación que no se interrumpía por las diferencias, sino por el sueño o el trabajo. No había gritos, enojos, evasivas o insultos, i tampoco trasladaban las polémicas de sobremesa a la recámara: ahí enmudecían i sustituían palabras por caricias. Verbo y carne eran sus alimentos, sería el título; «parece de nota roja», pensó Inés en voz alta, i en ese momento el teléfono sonó con una excitación similar a la suya: era su marido. «No voy a ir», le avisó, i se despidieron. Miguel, en el despacho jurídico Alcalá y Estrada, volteó a ver el papeleo, i detrás, la foto de su boda, la misma que Inés reservaba para esa historia «aburrida», como solía calificarla, i que jamás iba a escribir: detestaba la cursilería i el escándalo, es decir, su propia vida; una vida indómita i obstinada: Inés era perfecta hasta que Miguel la besaba i salía a trabajar. Él, desde luego, no lo sabía i volvía a casa atraído por el antagonismo; incluso, llevaba a comer a su socio, Guillermo Estrada, para que viera que en su amor las coincidencias estorbaban: así, por ejemplo, Miguel no compartía el entusiasmo de Inés por el cine. «En la música y la literatura las imágenes son sensaciones solitarias, en el cine no», repetía ella cada vez que trataba de ir al cine con él. «Que te acompañe una de tus amigas», le respondía, o «espérate a que salga en video y la vemos»... Inés recordaba estas palabras, sin afligirse, cuando llamaron a la puerta: ella se asomó por la mirilla i abrió. Eran las 3:16.-¿Va a venir? -preguntó él.
-Ya sabes que no -i lo invitó a pasar.
Comieron. Más tarde, Inés se quitó el anillo de bodas i lavó los platos.
-¿Cuánto falta para la función?
-Una hora.
Mientras Inés se secaba las manos, Guillermo le preguntó si no se iba a amarrar «esa agujeta», i le señaló el zapato izquierdo. «Ah, sí. Gracias», le contestó, pero no lo hizo; «no te preocupes», i enseguida salió de la cocina. Regresó descalza. La desnudez de sus pies llegaba hasta la cintura. Guillermo se acercó i la tomó entre sus brazos, la llevó a la mesa i la subió; se desabrochó el pantalón i comenzaron a entenderse, como acostumbraban hacerlo, en un lenguaje que ambos disfrutaban...
[Apertura Universitaria: órgano informativo de la UAEM, Toluca, México, octubre de 2001, año 1, núm. 2, p. 31]
-Ya sabes que no -i lo invitó a pasar.
Comieron. Más tarde, Inés se quitó el anillo de bodas i lavó los platos.
-¿Cuánto falta para la función?
-Una hora.
Mientras Inés se secaba las manos, Guillermo le preguntó si no se iba a amarrar «esa agujeta», i le señaló el zapato izquierdo. «Ah, sí. Gracias», le contestó, pero no lo hizo; «no te preocupes», i enseguida salió de la cocina. Regresó descalza. La desnudez de sus pies llegaba hasta la cintura. Guillermo se acercó i la tomó entre sus brazos, la llevó a la mesa i la subió; se desabrochó el pantalón i comenzaron a entenderse, como acostumbraban hacerlo, en un lenguaje que ambos disfrutaban...
[Apertura Universitaria: órgano informativo de la UAEM, Toluca, México, octubre de 2001, año 1, núm. 2, p. 31]
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