[objetos perdidos con producción radiofónica de Julio César Garrido, el Garo]
24 de noviembre: La silenciosa orquesta de animales, I
[con música mezclada por Booka Shade para DJ-Kicks (John Carpenter: Arrival at the library / Mademoiselle Caro y Franck Garcia: Far away)]
Miguel Cruzoro caminó por el Salón de los Pasos Perdidos. Atrás quedaron las salas de exhibición y el órgano tubular. Salió al jardín botánico por la puerta al final del transepto y entonces la vio: la Biblioteca de la Torre, inaugurada con el Museo Portátil de Historia Zoomorfa en 1876, veinte años después de que dejó de ser un templo dedicado a Santa Cecilia. Deprovisto de cualquier imagen religiosa, iconoclasta, el Museo comenzó a albergar una singular colección de objetos modernos, a la par que abrió una biblioteca propia para el público interesado en la ciencia y la historia de la tecnología, y en menor medida, la literatura y la música. Miguel Cruzoro acudía por primera vez a la Biblioteca de la Torre, con la esperanza de leer el Bestiario de Juan José Arreola. Subió la escalera de caracol (3.1416 vueltas) y se dirigió al anticuado mostrador para preguntarle al sub-bibliotecario por el libro donde encontraría El mapa de los objetos perdidos. Cuanto más se acercaba, más clara era la figura: la de un cocodrilo. Una mujer cocodrilo, mejor dicho, quien saludó a Miguel Cruzoro y le preguntó qué se le ofrecía. «Busco este libro» –le contestó y le dio un papel escrito con el título–. «Permítame» –la bibliotecaria dio media vuelta y Miguel Cruzoro se asomó por encima del mostrador para ver cómo arrastraba la cola–. Ella regresó en un santiamén del aviario que eran los estantes de la biblioteca: los libros alzaban el vuelo al leerse y, literalmente, eran devorados: pájaros que renacían como el ave fénix al terminar su lectura. Miguel Cruzoro hojeó el Bestiario de Arreola y entre las alas del libro notó que había sido publicado en 1959. ¿Valdría la pena emprender la búsqueda de un objeto perdido hace más de cincuenta años? Miguel Cruzoro se lo preguntó mientras el saraguato tocaba una melancólica melodía en el órgano del Museo.
30 de agosto: El fuelle
[con música de Alonso Arreola: Jitanjáfora]
para Yokabet Mondragón Romero, folladora de ensueño
Del fuelle son sus ancestros nahuas las varas de carrizo y a sus parientes contemporáneos, de resistente y flexible palma seca, se les conoce como aventador, soplador o soplillo: un abanico de nombres que se mosquean entre sí frente al anafre. ¿Hace cuánto, en el tiempo del siglo pasado, las estufas no eran de gas ni eléctricas y el fogón de la cocina o las fraguas se avivaban, como antaño, por centurias, con el ventarrón del fuelle? Parece mentira, pero el ayer no fue hace mucho. Domesticado desde la antigüedad, el fuelle evolucionó: desde su forma (de pistón en Asia, o altos hornos en China), hasta su uso (en la metalurgia con sumerios y egipcios, o en el forjado de espadas con los vikingos). La modernidad casi lo extinguió: asilándolo junto a las chimeneas, a veces como mero objeto decorativo, lo que alguna vez también fue una bomba de fumigación. Ahora es casi de la realeza su piel, mímesis de la de la cabra. Tres placas y dos válvulas lazan el aire y lo lanzan por su cañón de hierro al plegar sus costados. A menudo, los aficionados a la anatomía se confunden y creen ver en el fuelle una cabeza sin cuerpo: dicen que son antenas las que en realidad son sus patas y una boca su tórax. Evidencian su ignorancia: el fuelle es un ave apterigiforme y en la historia del arte fue desollada por superstición para forrar las primerizas cámaras fotográficas, llamadas precisamente de fuelle, que se desplegaban como un acordeón, o como un órgano tubular trasplantado en Oaxaca. El espécimen, aún sin disecar, conservado en este museo, forma una familia, contrario a lo que pudiera imaginarse, con un Bandoneón y no una Gaita, como observa el visitante al presenciar el amoroso roce de sus cajas.
1 de diciembre: La silenciosa orquesta de animales, II
[con la voz de Lorena Romero Moreno y la música de Ramón Noble: Danza de los músicos (interpretada por Víctor Urbán en el Órgano Monumental del Auditorio Nacional)]
El organista desenrolló su cola prensil y con ella bajó del balcón del coro a los pies de la nave principal. Aulló por gusto, para oír su soledad. Le dio una mordida al zapote y levantó la vista, del mármol al retablo: lo contempló y como siempre se preguntó quién fue ese pintor anónimo –vallisoletano, según la leyenda– que dejó inconcluso el tríptico desde 1766. No podría decirse que fuera una réplica, porque no era una copia fiel de El infierno musical, de El Bosco. Era una imitación, delirante como la original, con una gaita, un laúd, un arpa y un órgano de manivela. Un tambor en el retablo repercutió con el vaivén del saraguato, quien tomó un peine y se alació el pelaje. «Ideas descabelladas», pensó y aulló una vez más. En el crucero, bajo la cúpula, se tronó los dedos. El altar, ciego, lo miró y le devolvió un eco apazguado. La luz del mediodía en Teocuitlapilco se escabullía. Más allá de los ventanales, una niña zurcaba las nubes con su mascota favorita: un papalote. Mariposa rajiforme. «Hoy, el gran viaje; no olvides tu guía de forasteros», le murmuraría Miguel Cruzoro al viento si estuviera conversando con él, pero en la sala de lectura no era ese el diálogo. Miguel Cruzoro escuchaba El infierno musical, de Alejandra Pizarnik:
Golpean con soles
Nada se acopla con nada aquí
Y de tanto animal muerto en el cementerio de huesos filosos de mi memoria
Y de tantas monjas como cuervos que se precipitan a hurgar entre mis piernas
La cantidad de fragmentos me desgarra
Impuro diálogo
Un proyectarse desesperado de la materia verbal
Liberada a sí misma
Naufragando en sí misma
2 de septiembre: La grapa
[con música de The Cure: The caterpillar]
para Lorena Romero Moreno, radioasta honoris causa
Entre los insectos más comunes del hábitat papelero se encuentra la grapa, geométrido cuyas propiedades fueron ingeniosamente aprovechadas por los franceses hacia el siglo XVIII. Aunque los paleontólogos han descubierto fósiles de esta larva en la antigua Constantinopla, al parecer el uso de sus aguzados colmillos de bronce no tuvo tanta demanda hasta la invención de una rudimentaria máquina, conocida hoy como engrapadora, que los popularizó entre los burócratas, los académicos y los literatos para sujetar los montones de papeles que le daban sentido a sus vidas. A diferencia de otras orugas, como los azotadores o chinahuates, la grapa no deja huella o ardor al tener contacto con ella, lo que facilita su aprehensión. Y si bien es codiciada por su desproporcionada dentadura, la estrecha distribución de sus colmillos –que a la vez son sus extremidades– le impide atacar a sus captores: para clavarles una buena mordida tendría que golpearse fuertemente la cabeza, suicida defensa que dejaría inconsciente a esta especie que nunca ha trascendido su estado larvario, fase de desarrollo que pretendieron corregir los genetistas Cushman y Denison en 1894: al modificar su ácido desoxirribonucleico dejaron atrás la rigidez y dieron paso a un organismo transgénico: el clip. Doblarse sobre sí mismo para sobrevivir al mundo, si no se es un quitagrapas... (¿o alguien preferiría ser el aguardiente del orujo de la uva?)
15 de diciembre: La silenciosa orquesta de animales, III
[con música de Zach Condon]
Rara avis es el nombre científico de lo que comúnmente llamamos libro, y libertad la palabra intrínseca a las bibliotecas, por eso la de la Torre no tiene ninguna jaula: los libros vuelan a su antojo, más allá del aviario, más allá de la mente de los lectores, y siempre vuelven: nunca olvidan su noble labor de polinizadores. Polen, estambre, pistilo, germinación. Los bibliotecarios del Museo tienen algo de avicultores: cuando les solicitan un libro para su consulta, llaman al ave emitiendo su clasificación Dewey con una ocarina, método instaurado en 1919 en sustitución al de la taxonomía; menos enredoso, aunque esa garantía no se extienda al público lector: Miguel Cruzoro, como el náufrago que despierta en medio del mar, se deja inundar por los libros y se abandona a la mecedora donde el agua verterá su sublimidad: después de devolver la poesía de Alejandra Pizarnik, tomó –casi al azar, del fichero– tres títulos: La mujer sin cabezas, de Max Ernst (no sabía si sorprenderse por la imaginación del surrealista alemán-francés o por que ese libro fue acariciado por André Breton en 1929), Mi vecino Totoro (un libro, como era de suponerse, con los ojos rasgados, tratándose de un cuento japonés) y un facsímil de Otro mundo, de Grandville, para deleitarse con un baile de máscaras donde 28 animales cubrían su rostro con rostros humanos. Luego pidió la Caja de herramientas de Fabio Morábito (la sensación de un déjà lu al leer Las tijeras) y el Antimanual del mal historiador. Cuando la Biblioteca de la Torre empezaba a poblarse de animales nocturnos (búhos, murciélagos, mariposas nocturnas y polillas), Miguel Cruzoro se regocijó con dos libros más: la reedición de Redes de la memoria, de Alfonso Sánchez Arteche, y La silenciosa orquesta de animales, de Tristán Treceño. Del de Sánchez Arteche le interesaba ojear el artículo en las alas paginadas de la 87 a la 93: Teocuitlapilco, entre la tradición y la vanguardia: quería saber más sobre el claustro donde se encontraba, sobre las remodelaciones arquitectónicas efectuadas tras la ley Lerdo de 1856. El historiador toluqueño no lo defraudó: el nombre del arquitecto era Andrés José Bueno, y a él se debe la torre misma de la biblioteca y el segundo transepto, al que los liberales bautizarían en sus tertulias literarias como Salón de los Pasos Perdidos; extraviados como la silenciosa orquesta de animales: su lectura era una bandada: aves que volaban como peces con pies; el tropel que bullía en un bolsillo como la fiesta de la Virgen de Juquilita en las orejas de una zarigüeya. Estereofonía en el licor de pasas con brandy. Miguel Cruzoro ya no sabía de qué hablaba el narrador.
9 de septiembre: El zoótropo
[con música de Björk: Frosti]
En uno de los giros que da la vida, el zoótropo se ha convertido en una especie en peligro de extinción, junto a la de otros tantos juguetes: sus alas reticulares han perdido atractivo para las nuevas generaciones, nativos de los videojuegos y los efectos de animación en 3D. La folioscopía real está en retirada: sobre ella se abalanza la realidad virtual y, desgastadas, las alas del insecto dejan de sorprender al homo videns: en sus retículas, la retina del observador retiene la ilusión de una imagen en movimiento, que suele ser la de su propia muerte. Cotidianidad. Cuando fue exhibido por primera vez en una feria, hacia 1834, por el inglés William George Horner, los espectadores quisieron ver más de cerca los enormes ojos del zoótropo, provocando así una alteración en su sistema nervioso: el aleteo se duplicó y la animación proyectada se distorsionó en una escena grotesca de mal agüero. El exterminio del depredador pronto comenzó. Ecocidio. Algunos zoótropos lograron sobrevivir como ninfas acuáticas, al amparo de su descubridor y coleccionista, quien los preservó y profundizó el conocimiento científico de estos paleópteros y su hemimetabolismo. Caricaturistas de la época recibieron como obsequio de Horner uno de esos zoótropos proscriptos. Una vuelta más a su existencia: de la cinemática imitada en sus alas surgió el flip-book que hasta nuestros días pervive.
12 de enero: La silenciosa orquesta de animales, IV
[con la tocata O trenzinho do Caipirael, cuarto movimiento de las Bachianas brasileiras no. 2 para orquesta, de Heitor Villa-Lobos]
para Alberto Chimal, amanuense de Damac de Jaramow
El narrador es un teporingo obrero y, silencioso, con un overol, toca el triángulo. Vive en El Camino del Viento, a contraesquina del Museo de Historia Zoomorfa. Sabe casi todo del mundo; y si no, lo construye. Muda albañilería: sus manos hablan por él; un laberinto apenas visible, arbóreo. Las hojas secas crujen, pero no mientras él camina: su vida no existe sino cuando narra. Y cuando lo hace tampoco debe ser percibido. Un error es suficiente para derrumbar lo edificado, así sea bajo la tierra volcánica. Su ataúd sólo puede ser uno: el plagio. Esa idea gravitaba en su mente cuando deambulaba por la antigua capilla de San Agustín, donde se encuentra la tumba de Catalino Ortega, el jesuita al frente de la misión que erigió el ahora ex templo de Santa Cecilia. Pero no es ahora el tiempo oportuno para hablar de él o del primer director del Museo, Bernaldo Guzmán. El narrador quiere leer. Tiene en la mano un libro y al echarle un vistazo a la cuarta de forros se pregunta si el Museo fue en un principio un Wunderkammer. El narrador cree que no y sigue errando; no sabe a dónde ir, si a una banca o a la librería, a divagar un poco más. El teporingo elige la segunda opción. El tañido de un triángulo tintinea. No en la librería, ni en las bocinas: en el papel, en un borrador: Benjamín Domínguez traza cuatro figuras: un ángel, un león, un toro y un águila. El Tetramorfos. Benjamín Domínguez escucha el triángulo dibujado a lápiz en su cuaderno de apuntes: la undécima hoja en blanco de La cámara de las maravillas y otros ensayos y prosas, a un lado del décimo quinto texto, El descubrimiento. Es 12 de enero. La orquesta es una vía de comunicación animal para explorar la vasta geografía del silencio.
6 de septiembre: La escafandra
[con música de Broadcast: Phantom]
La escafandra es un anfibio ectotérmico, sin boca, que debe cazarse en tierra, durante el invierno, cuando busca aparearse y su caparazón alcanza el máximo crecimiento. Darle muerte no es fácil: debe ser con una certera estocada en uno de sus tres ojos, ya que cualquier otra herida estropearía el uso del caparazón para el buceo y al mismo tiempo liberaría una neurotoxina que es mortal para el consumo humano de sus vísceras; de hecho, desde 1858, los cocineros necesitan una licencia especial para prepararlas en un platillo que suele tomar la forma de la flor de crisantemo. Años atrás ya había dejado de ser vista como mero alimento: en 1837, el visionario alemán Augustus Siebe perfeccionó en Inglaterra la técnica para descarnar a la escafandra, mantener intactas sus nueve articulaciones, desprender la espina dorsal soldada al caparazón y adaptar, con la biotecnología disponible, un recubrimiento de caucho y un tubo de respiración conectado a la cápsula cefálica. Bienaventurados los primeros buzos de la historia, que descendieron cien metros para realizar reparaciones bajo el agua: su éxito permeó varias industrias, entre ellas la de los sumergibles, que al explorar el mundo submarino, simbolizaron la resurrección de la ciencia como vía para la vida eterna.
19 de enero: La silenciosa orquesta de animales, V
[con música de Bosques de mi Mente]
Medir el terreno. Al cruzar la puerta del Museo, el visitante tiene la alternativa de pagar o no pagar por entrar, y de tomar una ruta si quiere subir y otra si quiere bajar. No revelar a dónde conducen es parte del juego. Alguna lo llevará, como a Miguel Cruzoro, a la Biblioteca de la Torre. El visitante no tiene que ser un usuario nuevo en ese momento. Si lo prefiere puede hacer una lectura del mundo con la cosmovisión a su alrededor. Puede, si es curioso, acercarse a la cruz atrial. Puede, si los símbolos le atraen, contemplar el pedestal hexagonal pintado de un café descarapelado. Puede fotografiarlo. Puede entenderlo o no. Y puede, como el narrador, empezar por la corona de espinas: tres clavos sintetizan la pasión de Cristo. Tres agujas tengo en la cabeza. Dos: el Espíritu Santo desciende: una paloma que no es sino su alegoría. Una paloma atraviesa el fuego. Tres: Dios Padre te observa detrás de su nebulosa barba, enmarcado en un triángulo celestial. Extraño triángulo de amor. Cuatro: el júbilo de la Ascensión: una nube flechada por algo que no es el sol. Un rayo de luz entró por la ventana y, por un instante, me encontré en paz conmigo mismo. Cinco: las rosas de la Virgen de Guadalupe y dos manos, en apariencia, mutiladas. ¿La mano de mando de Dios? Y seis: San Sebastián Mártir. Sebastiane es una canción de 1983, de Sex Gang Children. No hay secretos, no hay secuestro en esta narración. Los árboles sólo se columpian. Saludan y dicen adiós, pero el visitante ya no está para contestarles. Sus pies tamborilean otro terreno.
13 de septiembre: El biombo
Bestialismo cubista, primer ángulo: El camuflaje es el arma de supervivencia del biombo, una culebra que gusta de comer prendas íntimas: se hace pasar por un mueble de protección al viento. Segundo ángulo: La primera vez que se le consintió tal simulación fue en el Japón del siglo VIII, quizá cuando, en uno de los dormitorios de la dinastía en turno, seguramente en una situación de peligro, se replegó a la pared y paralizó todo su cuerpo (1.5 x 3.7 metros). Tercer ángulo: No se sabe cuál fue la primera imagen pintada en sus escamas, aunque algunos estudiosos sospechan que fue una estampa erótica prohibida de la época: los biombos, al morir, pierden su pigmentación: se blanquean y cualquier colorido rastro se desvanece. Cuarto ángulo: Un biombo puede mudar de piel hasta 14 veces a lo largo de su vida, lo cual le permite sobrevivir: en cada etapa es colocado en una habitación distinta según la imagen que represente. Quinto ángulo: Los biombos adultos suelen contar con seis pliegues, pero algunos, bien alimentados, han superado esa cifra estándar, a un costo menor: basta con hacerles creer que la ropa interior o la corsetería fina fue olvidada encima de ellos: el biombo nunca sabe que es a propósito y que su camaleónica invisibilidad es sólo un juego que los anfitriones aprovechan para lucirse: un adorno vivo con la cabeza extremadamente aplanada para cerrar el círculo del voyeurismo entre animalejos. Sexto ángulo: [censurado]
26 de enero: La silenciosa orquesta de animales, VI
[con música de Decibel: El fin de los dodos]
En los audífonos sonará El Columpio Asesino, 28 años después: Toro y Pez en la ola (aunque ya no será con un walkman). ¿Cuántas veces viniste al cactarium antes de trabajar aquí? Tus recuerdos cuelgan de los árboles de este jardín, se escurren como quien expusiera objetos surrealistas en una xiloteca. Das la vuelta al jardín siguiendo las manecillas del reloj, un reloj de sol en forma de si’kuli; el cuarto cuadrante es tu favorito: queda más cerca de la calle Huaxtepec. Te sientas en esa banca donde decidiste ser etnobotánico y juegas con las fotos como cartas, al mismo tiempo que adivinas cada ruido. Una constelación. No sabías si estudiar plantas o astros. Bastó la mirada de Dios en la cruz atrial para dejar de titubear. Un hexágono dentro de un diamante que es un triángulo en el centro del Tetramorfos de Benjamín Domínguez: una cerradura por donde Dios vislumbra el caos. Contacto visual: un ángel a su derecha, con alas de fuego y cuerpo de mujer, baja la mirada ante un caballero águila, a la siniestra de Dios. Ambos están desnudos y armados: ella, con un átlatl; él, con un escudo emplumecido por el sol. A los pies del guerrero, los cuernos de un toro coronan una máscara de alebrije que un torero, con el traje de luces ensangrentado, se quita; las banderillas son sus alas y, moribundo, ve las garras de una esfinge, a su diestra: erguida, sosteniendo un cráneo. «El enigma de la vida es la muerte», piensa la mujer que vuelve a entrar a las instalaciones del Museo. El pintor Benjamín Domínguez la ve pasar y regresa la vista al biombo que vigila su Tetramorfos: un volcán en erupción permanente. Exposición temporal.
20 de septiembre: El monóculo
[con música de Sagisu Shiro: Dodo dance]
No se necesita ser un genealogista para distinguir entre un catalejo, una lupa de joyero y un monóculo: el aristocrático linaje de los dodos es notorio, y lo separa incluso de su consanguíneo más cercano, el quizzing-glass de los dandis decimonónicos. En la última década del siglo XVII, una fracasada expedición británica a la isla de Mauricio, en el Océano Índico, trajo a su regreso no un cíclope como se esperaba, sino los últimos especimenes de esta ave columbiforme. No es aventurado afirmar que la extracción de sus córneas para fabricar monóculos contribuyó a su extinción y dado su elevado costo, se le apreciaba más como una sofisticada reliquia que como un lente para corregir defectos de la vista. Entre las clases más acomodadas era común que en la víspera de una boda el prometido recibiera de la novia un monóculo en una anteojera grabada con su nombre y en el armazón de oro, justo cerca de la cadenilla formada con la punta de garfio del pico del dodo, el de su amada. Tal tradición fue retomada hasta el siglo XXI, gracias a la clonación del dodo atesorado por el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford: ¿extravagancia burguesa o moda retro? Un alucinante visual, a decir de quienes han visto a través de un monóculo de dodo: «es como tener un ojo de Alicia en el país de las maravillas y otro puesto en la realidad», donde portar un solo lente es exponerse al ridículo.
16 de febrero: La silenciosa orquesta de animales, VII
[con música de Bruno Maderna (Musica su due dimensioni, 1952) y Armando Luna (Seis fantasías para flauta y piano, 1992) y las Music box de Regina Spektor y Hooverphonic]
para Marco Garay, un hombre no tan común, en su cumpleaños
La mujer pasó a un lado de los baños antes de regresar a sus labores. Pensó en entrar a darse una manita de gato, pero un hombre afuera, cerca de la mampara, la ahuyentó con su presencia y se siguió de largo. Ningún pasadizo la llevaba del jardín al laboratorio, donde solía meditar melancólica: tenía que malabarear con la acrobática colección del Museo en su cabeza: caballos de ajedrez la flanqueaban y sus relinchos eran un asecho de arcos y pilares. Gritos de fiesta aún resonaban del 8 de diciembre como la pantomima de una romería. En la fuente del patio, una sirena alada tocaba el arpa con un arlequín a sus espaldas. El mosaico ajedrezado combinaba con su traje a cuadros. Quien la viera creería que no tenía cabeza: la agachaba para guiar a sus pies: las losetas blancas eran las únicas que pisaba. En el segundo patio las silenciosas piruetas de sus zapatos cesaron ante la mirada de un niño que ensamblaba las vías para que su trenecito de juguete serpenteara. La mujer subió las escaleras al tiempo que la locomotora replicada sucumbía hipnotizada por la flauta dulce del niño. No es que fuera prodigioso: es que la voluntad del juguete obedecía a las pilas nuevas. Antes de llegar al último escalón, la mujer se convenció de que el silencio no es docilidad y comenzó a caminar descalza. Un durmiente la vio pasar. Cuando abrió la última puerta, su vestimenta ya era un rastro dejado en la alfombra. La mujer sólo colgó su chaleco en el perchero y se cubrió con una bata. No se sentó de inmediato. Miró la nariz respingada que prolongaba su nariz y gesticuló como lo haría un busto sin cabeza. El antifaz mostró su sonrisa. No era una imitación. La mujer gato oyó una caja de música. Venía de afuera. Enfrente, cruzando la calle, alguien en la Fonoteca Municipal de Teocutlapilco daba cuerda al mundo con un pájaro.
23 de septiembre: El destapacaños
para Cristina Nächer Altamirano, la lectora que me dibujó a Edward Gorey
Cuando hablamos de un objeto como el destapacaños, la primera imagen que viene a la mente es la del tradicional palo con un caucho o goma plástica roja y la acción de bombeo para desatascar un inodoro. Otras imágenes tomarán la forma de herramientas manuales como los ganchos de agarre, los garfios, las sondas y los torniquetes. Pocos pensarán en un cestodo, ideal para estas faenas domésticas; pero no hay fontanero de alcurnia que no disponga de uno de estos gusanos platelmintos, criados celosamente, usados sólo en trabajos especiales. Los destapacaños están provistos de ventosas y una rosca en espiral en una punta para avanzar a través de la tubería e innumerables anillos cuya anchura aumenta gradulamente hasta los siete metros de longitud. Debido a su conducta inestable, los destapacaños son difíciles de amaestrar, por lo que se les manipula con una manija en el extremo opuesto, afectando directamente la médula espinal, desde donde se les ordena, una vez cumplida la tarea, retroceder por el conducto hasta volver a ser enjaulado por su dueño. No se sabe con certeza a quién se le ocurrió mezclar sus conocimientos en neurología con el arte del fontanero, pero se tiene noticia de uno que ya ofrecía este servicio en 1923; su apellido: Cadena. Muchas historias se cuentan sobre objetos imposibles de triturar por un destapacaños, a pesar del ácido disolvente –comercializado como líquido destapacaño– que arrojan cuando sus colmillos son insuficientes; uno de esos relatos es sobre una mano cercenada; por supuesto, no era la del fontanero.
23 de ferbero: La silenciosa orquesta de animales, VIII
Cristina Nächer, química en alimentos de profesión, salió de la Fonoteca Municipal de Teocuitlapilco cuando un ave se posó delante de una caja de música puesta en marcha. Salió a la calle Ignacio Rayón y el ave picoteó la figura de madera: un descolorido pájaro. Un músico ambulante se cruzó en su camino: un zorro, tocando el saxofón, le pidió una moneda haciendo un gesto; ella, con otro, le contestó que no traía dinero para regalar. El ave dio un brinco para observar desde otro ángulo al pájaro de madera mientras un koala le entregaba a la química el volante de una campaña utópica: reforestar con eucaliptos los cerros pelones de Teocuitlapilco. Ella dobló la hoja y miró de reojo la cruz atrial. El ave cantaba. Cristina Nächer entró al Museo justo en el momento en que un fontanero preguntó dónde estaban los baños. Nunca había visto un destapacaños semejante al que traía consigo y, por extraño que parezca, decidió no seguirlo: tomó la entrada subterránea, la de las criptas, y entonces el canto del ave musicalizó sus pensamientos. Un clavo ferrocarrilero y un durmiente la escucharon: era la colección del Museo, sin pretenderlo, una labor de rescate: acogía a los náufragos con el espíritu de un museógrafo minucioso e inexpresivo: monosílabos y palabras arcaicas eran el bosque dormido cubierto de luciérnagas con que se comunicaba al catalogarlos. Y siguió imaginando: algunos de los utensilios de trabajo eran tan diversos como la escritura, la medición y la óptica: botes con sustancias químicas, limas, pinzas y cajitas traslúcidas sin uniones ni aberturas aparentes. El alma de Andrés José Bueno rozó su frente: la arquitectura del Museo era coherente sólo a través de la necesidad: crecía según las expectativas espirituales del visitante para que no sufriera ninguna decepción. Por dentro, las postales fotografiadas eran intercambiables: un aviario donde había una biblioteca, una cocina en lugar de un laboratorio de restauración, un acuario dentro de un observatorio y una bodega para embalaje y cuarentena. Los ojos de un taxidermista fueron sus anteojos: los cadáveres eran diseccionados cuidadosamente. Que se supiera, los museógrafos jamás habían sido heridos por objeto alguno. Las palabras en la mesa de disección eran catalépticas, como la cristalización cuántica del tiempo en una sucesión infinita de fractalidades. Para la pragmática visión del muséografo en turno, todo estaba escrito dentro de un sistema no lineal, complejo, dinámico y estocástico del caos. El pájaro calló repentinamente, fulminado por la ballesta del zorro.
27 de septiembre: El cortaúñas
[con música de Julio Estrada: Yuunohui'tlapoa 'se]
para Maura Arzate López, matemática que no ha contado mis robos a su imaginación
Dos son los antepasados del cortaúñas; uno proviene de la Edad del Hierro: se trata de una especie desconocida hasta ahora, encontrada en la necrópolis de Hallstatt; el otro, un lagarto de Níger: el Nigersaurus, un saurópodo con hocico chato e hileras de dientes diminutos, dispuestos en línea recta en el frente y sin ninguno a los lados. ¿Cuál fue el eslabón perdido que conecta ambos fósiles con el anfibio conocido como cortaúñas hacia la década de los setenta en el siglo XIX? Azar y necesidad: el teleósteo es pequeño, armado –sin embargo– de numerosos y afilados dientes que se imbrican como tenazas de acero. Carnívoro hasta el extremo del canibalismo, también es temido por su voracidad, aseveración que opaca esa otra verdad sobre este pez endiablado: es un torpe cazador. El secreto de su domesticación reside en aprovechar su fiereza saciando su apetito: una vez satisfecho –exhausto, como si comer y desovar requirieran el mismo esfuerzo–, se le saca de la pecera y con una palanca adaptada en su aleta dorsal (vuelta sobre sí misma en un movimiento de 180 grados) se ejerce presión para que sus prominentes y poderosas mandíbulas crujan como hojas de corte ante las uñas más resistentes, incluso las postizas. No se comerá ninguna: apenas las mastique, las escupirá, harto de la ingesta. Para beneficio del usuario y del utensilio, se recomienda que sea devuelto inmediatamente al agua y se aparte de las mascotas, para quienes se han elaborado burdas imitaciones metálicas, ya sean tijeras o guillotinas. Así mismo, se desaconseja emplearlo en la circuncisión (un consejo que los zoófilos omitirán) o compartirlo, pues suele ser transmisor de enfermedades (la hepatitis, el último caso documentado).
2 de marzo: La silenciosa orquesta de animales, IX
para Luis Antonio Flores López, desde siempre rompiendo la oscuridad
Miguel Cruzoro dio la vuelta a la hoja y, al encontrarse con el colofón, cerró el libro. ¿Ese era el final? Tal vez haya una segunda parte, escrita por algún Alonso Fernández de Avellaneda. Abrió otro libro (El busto sin cabeza, de Edward Gorey) y entonces la sensación fue nítida: la Biblioteca del Museo era un carrusel. En su mente las aves se transformaban en pegasos y la lectura en un sube y baja. Asintió con la cabeza y volteó: Cristina Nächer, cámara en mano, fotografiaba el altísimo techo de la sala. Cruzoro no imaginó que en ese momento Cristina escribía mentalmente un capítulo de su primer libro de ensayos, Paseo Artefacto. Se vieron como quien ve a través del cristal de una pecera: sólo uno de los dos sabía que era agua lo que el otro respiraba. Desviaron la mirada y continuaron leyendo y escribiendo. No eran los únicos que lo hacían en esta feria: un atlas giraba como una tómbola al capricho de la mujer-gato, quien pronunciaba nombres de países inexistentes en el laboratorio del jardín botánico al mismo tiempo que Tristán Treceño le apuntaba a Ariana el nombre de Fred Frith en una papeleta de la Fonoteca Municipal de Teocuitlapilco. Ariana, matemática de profesión, tomó la escalera de mano y subió los escalones necesarios para buscar en los anaqueles el disco Traffic continues. Un juego secreto, un ronroneo: Fred Frith estaba detrás de Tristán Treceño, quien se había ofrecido como su traductor en este viaje a la provincia de la plata, y la solicitud sólo era para constatar que aquí se escuchaba y también se coleccionaba su vasta obra. Fred Frith sonrió, y volvió a sonreír: Enrique Baca se acercó y, tras presentarse, le estrechó la mano: la cita estaba haciéndose realidad: Baca había invitado a Frith a formar una orquesta de animales para tocar en una sólo ocasión en el acuario del observatorio. Fred Frith tanteaba el terreno como la bicicleta que avanza sobre durmientes: no sabes si soportarás la travesía. El opaco espejo de obsidiana se volvió una casa de los espejos.
30 de septiembre: El espejo
[con extractos tomados del libro La gran caza de los espejos, de Robert Darnton, y música de Medeski, Martin and Wood: Broken mirror]
obviamente, para la cantatriz Selene Montemayor Moreno
En la antigüedad se creía que los espejos eran seres fantásticos que copiaban a la perfección el mundo terrenal, y como tales se les temía. Un universo paralelo, una amenaza que se asemejaba al nuestro. Raptos e incursiones eran inminentes para quienes se asomaban al otro lado sin humildad. Abundantes y artificiales, los espejos sustitutos fueron construidos con cristales azogados por la parte posterior con materiales bruñidos. Jugar a ser dios y fallar: muy pronto esos espejos de metal se volvían oscuros y opacos por la acción del aire. Varios intentos a lo largo de la historia fueron improductivos. Y aunque en el siglo XIII se inventaron los espejos de cristal de roca sobre lámina metálica, o los fundidos con estaño y amalgama de plomo, nunca igualaron el reflejo de aquellos espejos sobrenaturales, hasta que dos ictiólogos, de nombres Dominico y Andrea, experimentaron con peces cristalos, también conocidos como pixeles, en la isla de Murano, Italia, hacia 1507. Gracias a un recientemente novedoso microscopio, observaron su acelerada reproducción, su apariencia de filigrana plateada y su inmunidad a las sales más tóxicas. Con una tenue capa de agua recubrieron una delgada plancha que sirvió de acuario para los pixeles, consiguiendo así una superficie homogénea, fiel a la imagen en su brillo y color, donde finalmente se reflejaron los asombrados ojos de ambos. Desde entonces, los procesos de producción en masa los emulan hasta nuestros días. Como seres vivos, los pixeles absorben la luz solar con una necesidad casi vampírica para no oxidarse, y a diferencia del resto de los peces, la oscuridad puede ser mortal para ellos: la luz es imprescindible para su supervivencia. Actualmente, los físicos –como en el pasado los astrónomos, en el desarrollo de telescopios– ocupan pixeles como base estructural para la invisibilidad: sus vidrios de calcogenuro y su resonancia magnética son mezclados con metamateriales para hacer posible ese mitológico deseo.
9 de marzo: La silenciosa orquesta de animales, X
[con música de Germán Bringas y El Engrane Amarillo (Dos ingleses en el zócalo y Ambulantes) y Tom Waits (Calliope)]
Enrique Baca, bibliotecólogo de profesión, nació en 1968 y era director de la Fonoteca Municipal de Teocuitlapilco desde su fundación, tres años atrás. En 2007 conoció a Fred Frith en la Ciudad de México, cuando cursaba un posgrado en la UNAM. No es que eso fuera importante: es que casualmente se lo encontró en una cena en la Casa de los Azulejos y, gracias a su tersa insistencia, mantuvieron contacto por correo electrónico y algunas veces por vía aérea. Esa tarde Frith llegó procedente de Nueva Valladolid, con Tristán Treceño como acompañante. Habían estado en el CMMAS la noche anterior y antes de llegar a Teocuitlapilco se desviaron unos kilómetros para comer en Tarimangacho de la Estaca y ver practicar la danza de los voladores (el músico inglés no iba a esperar hasta el 29 de junio para presenciar la ceremonia en que los danzantes se convirtían en los ángeles del guardián del cielo). En ese mismo momento, dos personajes más arribaban a la narración: Luis Flores, desde el oriente, atravesaba Tepeolulco, en tanto Daniela Schmidt, de la mano de un tigre de Tazmania, bajaba del tranvía y se quitaba los lentes oscuros para rastrear un silbido que le confundía. Baca, aguardando la llegada de Frith, sostenía, dentro de un calcetín rojo, un generador de ruido, o ehecachichtli, usándolo como un reloj que no marcaba el tiempo; y si bien escuchaba una grabación de la Canción de cuna para la niña del convento (para serrucho, ehecachichtli y tambor de trueno), de Francisco Javier Lledías, el sonido provenía del cementerio de trenes. Nadie podía ver quién lo generaba, excepto el narrador. Como si se tratara de un espejo, el silbador lo había levantado atraído por su forma: la de la muerte. Sopló primero para limpiarlo y caminó entre los trenes como lo hacía durante el día en el panteón, donde trabajaba como sepulturero. No se ganaba la vida de esa manera el gringo que desde hace unos cinco años vivía en Teocuitlapilco: era su pasatiempo. Enrique Baca lo conocía, pero no creía que fuera él. Se hacía llamar Tom Waits.
4 de octubre: La diligencia
[con la música de Henry Mancini para Hatari!, de 1962: Baby elephant walk]
Si, como alecciona el Diccionario, un objeto es todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o abstracta, hablemos de uno de gran tamaño: la diligencia, a propósito de que hoy, 4 de octubre, es el día mundial de los animales. Históricamente, entre los que se han destinado como medios de transporte de personas o mercancías, destacan los équidos (asnos, burros, caballos, mulas y onagros), los camélidos (alpacas, camellos, dromedarios, llamas y vicuñas) y, para tirar de trineos, los perros y los renos; a veces, también, las avestruces, como vehículos en África, de donde es originario el paquidermo, un mamífero de tres metros de alto y seis de largo, muy parecido al elefante, aunque más cercano al mamut en su suerte final; a diferencia de ambos, carece de trompa, de los dos largos dientes incisivos, las orejas grandes y el pelaje; tienen, sí, una cabeza pequeña que sirve de pescante, y los ojos chicos, lo que contribuye a que sufra de una mala visión y se haya optado por adaptarle cuatro ruedas y arrastrarlo con caballerías para el transporte de viajeros. Hacia 1630, el paquidermo fue bautizado en Inglaterra como diligencia, quien dominó por dos siglos los caminos de Occidente, hasta que fue desplazado por esa bestia llamada tren. Corría 16 kilómetros por hora, con dos departamentos colgantes debajo de la ceñida caja torácica (la berlina y el interior) y la rotonda; las patas como pilares. Puertas laterales y una trasera; no se viajaba, como suele ocurrir en los modernos autobuses, de mosca, pero en la baca, junto al equipaje, había lugar para quien quisiera tener contacto directo con el paquidermo. Algunos escultores, como el uruguayo José Belloni, apreciaron desde ahí la conmovedora dilección del paquidermo por los paseantes, y lo homenajeó en 1952, como este museógrafo lo hace con los que actualmente sólo se usan para el transporte de perezosos turistas: ¡avante!
23 de marzo: La silenciosa orquesta de animales, XI
Tom Waits, quien alguna vez fue guardacosta en la isla de Xiphos, entró al destartalado vagón que era su casa. No había ninguno mejor, ni menos oxidado. Era un tren correo acondicionado como almacén de chatarra, papeles ahuesados, un fonógrafo, un camastro y una lámpara de esmaltador. También había esculturas; una de ellas, de Fernando Elcano: Montando a la bestia: un árbol arqueado, retorcido como el caballo indómito que prefiere petrificarse antes de perder la libertad en las piernas de una jinetera. Thomas la tenía en un buró junto a la Guía de los museos de Metaxiphos (empezada a leer hacía dos noches) y una vieja revista pornográfica que deshojaba para la papiroflexia. Tom tomó su cantimplora después de hacer de una felatriz un león, bebió y leyó la noticia de una carta que tardó 112 años en llegar. Tom pensó en la señora Wardrop, la destinataria que vivía en el número 32 de la calle Carden Place, en Aberdeen, Australia: ¿cuántos años tenía en 1889 y cuándo falleció? La idea de una mujer bella se desdoblaba en su mente cuando un trombonista tocó a su puerta: un león. «Lo que quieres se hace real», fue todo lo que le dijo. Tom no tuvo tiempo de formular una pregunta, pues oyó a sus espaldas un ruido y al volver la mirada al león, ya no estaba. Daniela Schmidt tampoco estaba: el narrador se había equivocado al identificarla. Había una cantante, sí, y había un tigre de Tazmanía, pero no era ella la cantante y el tigre era el conductor del tranvía. Un tranvía fantasma: en Teocuitlapilco nunca hubo tranvías. Luis Flores estacionó su Caribe donde alguna vez no hubo una vía férrea ni un muelle y le señaló a Benjamín Estrada, su acompañante, un graffiti: «Cada loco con su tema». Ambos sonrieron: era lo mismo que se oía en las bocinas con la voz de Joan Manuel Serrat.
7 de octubre: La cantimplora
Para hablar de la cantimplora, es conveniente hacerlo con los ojos puestos al futuro, y no a su pasado: el costo ecológico del agua embotellada es devastador, por donde se le vea: sólo 20% del PET se recicla y el resto contamina como desecho plástico y pone en riesgo la salud al desprender sustancias como el antimonio. El único beneficio es miserable: la inmediatez económica: el 90% del costo del agua embotellada se debe al recipiente; en Estados Unidos, se requieren 1.5 millones de barriles de petróleo al año para producirlos y México es su segundo consumidor mundial. Por eso, la cantimplora seguirá siendo el objeto de supervivencia por excelencia: inventada, al parecer, por los antiguos egipcios, los materiales para su elaboración han cambiado, de la calabaza y la jícara, al policarbonato y el polietileno, pasando por los cuernos y las vejigas, la cerámica y la fayeza, la hojalata y el aluminio, hasta volver a la naturaleza misma, con la rana marsupial: un batracio con una cavidad dorsal, donde originalmente deposita los huevos fertilizados, fase de reproducción obstruida por excursionistas y militares con un corcho para preservar el agua ante su escasez. La repulsión es un lujo, cuando la disyuntiva es beber o morir. La etimología es poética y proviene del catalán: canta y llora, por el sonido emitido al vaciarse. Canta y llora, como Annie Leonard, en su documental del 2007 sobre la historia del agua embotellada. Canta y llora, como el genio y su mundo encapsulado en una cantimplora.
30 de marzo: La silenciosa orquesta de animales, XII
De algo estaba seguro el teporingo obrero: Cada loco con su tema era la canción que daba título al vigésimo álbum de Joan Manuel Serrat. De lo demás se podría decir que era una espiral caótica: no se sabe si Luis Flores y Benjamín Estrada viajaron juntos en la Caribe o en el Neon y si fueron directamente a la Fonoteca Municipal o antes pasaron a un taller mecánico en Teocuitlapilco. La foto que tomaron del graffiti era tan fragmentaria en la historia que hasta pudiera ser falsa. Fred Frith también tuvo sus dudas: cuando la opacidad de un espejo de obsidiana lo miró, él vio en el borde una casa de los espejos. Para Fred Frith fue una imagen espectral: cerró los ojos un instante para oír en su mente cómo un tren se descarrilaba. ¿Qué significaría ese repentino estruendo? La voz de Enrique Baca interrumpió la fugaz cavilación: «Vengan», les dijo a él y a Tristán Treceño, «vamos al antiguo observatorio», ahí donde la astronomía había dado paso a un acuario para experimentaciones sonoras, ahí donde Ariana meditaba como sólo las estrellas apagadas sabían hacerlo: en la oscuridad. Baca encendió el interruptor y la espiral dio cinco chasquidos: el primero fue en la Biblioteca de la Torre, cuando Miguel Cruzoro abrió una pequeña Pieza en forma de sonata para flauta, oboe, cello y arpa Opus 1, de Jorge Volpi: la luz eléctrica se clavó como un tridente en el libro y con los ojos lo devoró de un bocado; el segundo sucedió por un descuido: Ariana calculó mal la distancia al devolver el tenedor a la lonchera cuando Luis y Benjamín le preguntaron por el director de la Fonoteca, entonces manchó accidentalmente un disco autografiado; el tercero fue un zumbido: Cecilia Juárez se llevó una mano al oído para acallarlo, pero de inmediato la bajó: tenía puestos los audífonos y siguió solazándose con el Catálogo del Museo de Historia Zoomorfa; el cuarto chasquido fue el ruido del gato al degollar a la rata que no dejaba dormir a Tom Waits; y el quinto fue cuando Corcobado vio caer la lluvia sobre el plástico del invernadero del Museo: Javier no los vio desde ahí, pero el narrador aseguró que los perros se sentaron en la banqueta a desafinar sus instrumentos. Fred Frith los oyó: era el fractal que buscaba.
11 de octubre: El tenedor
[con música de Polar Bears: Drunken pharoah]
Las reglas de etiqueta son inflexibles sobre jugar con la comida: no está permitido. Punto. El de la voz no lo hacía cuando era niño: prefería jugar con los cubiertos: la cuchara y el cuchillo a la derecha, juntos, mientras que al solitario tenedor, a la izquierda, se le paraban los pelos de punta. Acostados los tres, brincaban cuando las manos los tomaban por el mango. Saltaban alrededor. El cuchillo, centro de la disputa: un triángulo amoroso en el círculo del plato. ¿Qué animales estarían detrás de esas máscaras inoxidables? La concavidad de la cuchara, se sabe, proviene de la concha de los moluscos, de la misma forma en que el pez sierra es pescado para hacer de su hocico un cuchillo. El tenedor fue el último de estos objetos que hasta el siglo XVIII se consideraron lujosos. Procedente de las civilizaciones que se asentaron entre Mesopotamia, Siria y Egipto, el tenedor procuró entrar a Europa en 1077 de la mano de la princesa Teodora de Constantinopla, sin éxito alguno. Como bien fue calificado, era un instrumento diabólico: el tridente mismo de una deidad félida, Bastet. El tenedor, un gato de tres patas con un pelaje de acero y rigidez en la mesa, como mandan las más palatinas normas.
6 de abril: La silenciosa orquesta de animales, XIII
[con música de Four Tet (Circling), Pixies (Gouge away) y Jessica Pavone (Cast of characters)]
para Cecilia Juárez Ortega, poeta de Dartmoor
«¿No oyes ladrar los perros?», preguntó Cecilia Juárez. Para Miguel Cruzoro era música para sus oídos (la voz de Cecilia, no los ladridos, silenciosos para él). Era una voz conocida. ¿Dónde la había escuchado? Vio a la portadora y se convenció de que no se habían encontrado antes en otro lugar. Miguel sólo contestó que no. Cecilia Juárez se volvió a poner los audífonos y un allegro barbaro la devolvió al Catálogo razonado del Museo de Historia Zoomorfa. En cuarenta minutos sólo había leído completas las descripciones de 18 de los 5832 objetos publicados en la última edición; se distraía fácilmente, fuera por las ilustraciones o por cualquier ruido secreto. En sus audífonos los Pixies le mordían las orejas. Cerró las alas del catálogo y apenas hojeó el plumaje del otro libro sobre la mesa, una guía de viajeros de Teocuitlapilco: se levantó impaciente y entregó ambos a la bibliotecaria. Descendió como el objeto que se pierde en la soledad de un laberinto: entró de nuevo al Museo y visitó la exposición temporal de la colección del Banco de México. De inmediato reconoció la autoría de una obra, puesto que una pintura de Benjamín Domínguez era la portada de los Poemas de brujas y duendes donde venía compilado un poema suyo tomado de la Muerte para el coño dorado de Lavernia. Cecilia Juárez no se detuvo frente al Tetramorfos; no lo hizo porque sentía encima la mirada de un guardia de seguridad. Al avanzar por la sala, el recorrido se tornó escarpado como la geografía del silencio y quebradizo como el colapso de la materia oscura. Cecilia buscó otro tipo de música y activó el botón de reproducción. Ahora estaba viendo un cuadro de Julio Castellanos: El día de San Juan. Quiso acercarse, pero pronto sintió la punzada de una reprimenda. Volteó. El guardia Lisandro Martínez la observaba. A Cecilia le desagradó eso. ¿A quién se le ocurrió contratar a este tipo de vigilantes? Cecilia se decidió a salir, pero no pudo evitar que Lisandro Martínez se dirigiera a ella: «señorita: ya es hora de cerrar». Cuando el tecolote canta, el día muere.
18 de octubre: El zacate
[con música de Hilda Paredes: Sobre un páramo sin voces, interpretada por Ana Cervantes]
Del náhuatl –que en lengua nahua lo mismo significa «que suena bien» y «astuto»– han sobrevivido no pocas palabras, fauna verbal enraizada en la vida diaria y doméstica como el objeto más silvestre. El zacate es una de ellas, desecada y pastosa al pronunciarla, pero ronroneante al tacto. Fregón para fregar, es un estropajo con cien tentáculos rasposos e inofensivos que se enredan entre sí para movilizarse. Sifonóforo de tierra, se le encuentra sobre todo en la tierra húmeda, en los meses de agosto y septiembre. Se alimenta principalmente de larvas y renacuajos. Por su frecuente contacto con las zonas erógenas, se le considera un afrodisiaco, también por su asociación a la diosa de la carnalidad, Tlazoltéotl, «la devoradora de inmundicias», a quien Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, le adjudicaba la divinidad de la fecundidad, los humores terrestres y humanos, los baños de vapor, el amor sexual y la confesión. En algunos códices precolombinos se le representaba con un tocado de zacate. Pese a ser, como se dijo, diosa de la confesión –y además de la medicación mágica–, se suplica que su utilización para provocar al ser amado sea discreta; de lo contrario, su reacción será contraproducente y su lengua se tornará de estropajo y no de sensualidad, como se esperaba... (a menos –puede darse el caso– que el amante se deleite con los balbuceos...)
21 de octubre: La gabardina
[con música de César Bolaños: Interpolaciones (Perú, 1966)]
para Yolanda López Lagunas, en el continuum de su natalicio
Thomas Burberry (1835-1926), comerciante y espeleólogo, estableció su propio negocio de cortinas en Basingstoke, Inglaterra, a los veintiún años. Tal vez nunca imaginó que su apellido se convertiría en una renombrada marca de modas. Gracias a la prosperidad de su tienda, emprendió una expedición a Escocia en 1888, como el aficionado que era a la espeleología. Fue allí donde descubrió, en un día lluvioso y antes que nadie, a los megaquirópteros conocidos luego como gabardinas, mamíferos capaces de volar por una membrana elástica e impermeable: el patagio. A la gabardina se le llama también zorro dormilón, por su gran parecido facial con los cánidos y su predilección a la holgazanería, lo que -aunado a su ceguera- ha facilitado su uso como prenda de vestir. La gabardina se acomoda a la perfección como una túnica contra la lluvia: enganchada al cuello de cualquier vestimenta con los colmillos, sus alas de un metro y medio -en promedio- son, a la vez, un abrazo y amplias solapas para guarnecerse de las inclemencias del tiempo. Son insectívoros y protagonistas de leyendas inverosímiles. Al parecer, en el México prehispánico, había una especie muy parecida, a la que nombraron ratón-mariposa, de la que no existe fósil alguno. Burberry murió a los 90 años de edad, poco antes de pedir que descolgaran del armario una gabardina para salir, ese 4 de abril de 1926. Ya no salió vivo de su casa.
26 de octubre: La jeringa
[con música de Kálmán Balogh: In memory of Balogh Elemér]
La biblioteca del Museo alberga una colección sobre entomología, consultada esta vez para establecer el origen de la jeringa. Luego de revisar varias obras, podemos asegurar que fue en 1839 cuando los apicultores neoyorkinos Taylor y Washington criaron la especie de himenópteros, el antecedente más cercano a los de la actualidad, aunque se tiene conocimiento de una inseminación artificial realizada en 1776 por un londinense apellidado Anel, zoofilia descubierta –y quizá por ello oculta en la historia de la jeringa– por su albacea testamentario, Hunter, en 1793. Las jeringas son, de acuerdo con un diccionario de zoología, insectos lamedores con cuatro alas membranosas y un abdomen tubular con un aguijón en su extremo, desembocadura del conducto excretor de una glándula donde se almacenan los líquidos que beben; de ahí su uso medicinal: las jeringas carecen del sentido del gusto y absorben casi cualquier cosa, por ello son criadas en colmenas donde se alimentan con una sola medicina para utilizarse posteriormente con fines curativos. El moderno aguijón hipodérmico para inyectar a los pacientes fue una modificación genética llevada a cabo por el irlandés Francis Rynd en 1844, y si bien hay otras en esta rama, no podríamos cerrar esta historia sin mencionar al farmacéutico y veterinario neozelandés Collin Murdoch quien, en la década de 1950, acopló jeringas como balas en las pistolas, dando a luz a los sedantes.
2 de noviembre: La afeitadora
[con música de Nigel Kennedy y Kroke: Edén]
en memoria de Selene Hernández León, directora del semanario Nuestro Tiempo
Del arte del afeitado se sabe ya casi todo: que en la antigüedad se ocuparon como navajas de rasurar piedras como la arenisca, obsidiana, pómez y sílex, además de las almejas, antes de dominar el bronce para raer con mayor exactitud y la piedra de alumbre para aliviar la piel. La cúspide inventiva que sustituiría a los barberos decimonónicos fue patentada en 1904 por King Camp Gillette: desde entonces las hojas de afeitar son desechables para beneficio del vendedor. Hay, sin embargo, una historia poco investigada, quizá mitológica, de la que, no obstante, hay vestigios arqueológicos. Nos referimos a los hallados por el francés Ernest de Sarzec en 1877 en Lagash, Iraq, muchos de los cuales actualmente se encuentran en el Museo del Louvre desde 1893. En sus apuntes sobre las excavaciones quedó asentado un descubrimiento que de inmediato desapareció o fue robado: la momia de un águila bicéfala que, se cree, fue adiestrada por el mismísimo Alejandro III de Macedonia, «para un afeite digno de un conquistador», habría sido un buen eslogan publicitario: con sus afilados picos se conseguía un rasurado al ras, quizá nunca igualado, ni siquiera en 1931, con la invención de la afeitadora eléctrica. No se sabe qué fue del único espécimen conocido del águila bicéfala, barbera de Alejandro Magno, según asegura De Sarzec, pero todo parece indicar que el Edén es su morada.
4 de noviembre: Las tijeras
[con música de Ruth Aguirre Velasco (inter0010me1010dia0011), Scissor Sisters (A message from Ms. Matronic) y el remix de Josh Gabriel y Dave Dresden a The Engine Room (A perfect lie)]
Unas patas, luego transformadas en un pico, se proyectan. Sombras chinescas, le dicen algunos: figuras hechas con una o dos manos. Las tijeras pueden tener esa forma. O una C, como en el principio, 500 años antes de nuestra era. No fue sino hasta el siglo XVI cuando tomaron la forma con que las conocemos, gracias al tusuq, un artrópodo de color cobrizo de los Andes empleado como esquilador del ganado auquénido, modelo que pronto serviría para modernizar este utensilio que lo mismo puede cortar el cabello que el acero. Desde ese siglo ya comenzaba a haber una gran rivalidad entre Sevilla y Sheffield por monopolizar la fabricación de las tijeras y los tusuq significaron una ligera ventaja para los españoles. Clonarlos no fue posible, pero sí reproducirlos al otro lado del mundo, en uno de los primeros casos de espionaje industrial y piratería. Sus filosas tenazas invadieron todas las industrias y al hacerlo un mestizaje de tijeras se impuso en la reconquista del mundo. Este mundo de sombras alargadas que también tienen sonido. Un chirrido, solamente con una tenaza: la de su hocico oblongo. Dos ojos por donde el diestro usuario introduce los dedos pulgar y medio como un danzarín para accionar el corte, siguiendo una línea punteada o no. Y si la hay, salirse de la raya también es fallar en el arte de sobrevivir.
11 de noviembre (diferido al 17): El triturador
[con música de John Cage (Imaginary landscape), de 1939]
en el vigésimo quinto aniversario luctuoso de José Ordóñez y Alejandro Arredondo
A un arquitecto de apellido Harres, avecindado en Wisconsin y aficionado a la pesca en el Lago Míchigan, se debe el descubrimiento del selacimorfo y su domesticación luego de once años de afanes. El triturador es un implemento que entró a los hogares en 1938, con un éxito inusitado: con facilidad hacía trizas el desperdicio, la chatarra y la basura: sus tres hileras de dientes triangulares con bordes aserrados eran, por sí mismas, garantía de que no quedaría nada al arrojar a sus mandíbulas casi cualquier cosa, además de que su voracidad parecía ilimitada: los trituradores suelen vivir 25 años en una pecera cerca del fregadero y a pesar de su tamaño compacto y las exigencias que enfrenta su descomunal dentadura, nunca dejan de triturar y de sustituir la pérdida de sus dientes. Antes de su hallazgo en 1927 se creía que este selacimorfo sólo se encontraría como un fósil: extinto tal como sucedió con el helicoprion (poseedor de una dentadura en espiral) y el edestus (con mandíbulas en forma de tijeras), de los que sólo se conservan dientes aislados, debido a que sus neuroesqueletos son cartilaginosos. El triturador: una peligrosa especie recuperada del archivo muerto de la evolución.
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